Después de varios artículos publicados en LikedIn (que iré subiendo a este sitio poco a poco), y animado por familiares y amigos que bien me quieren, me decido a tener mi propio espacio en la red. Entre proyecto y proyecto y con mis limitados conocimientos de informática, he intentado configurar este espacio para mi, para mis reflexiones, pero también abierto a quienes quieran participar de una u otra forma en él.
Como nada es casual, para empezar les diré que la foto que preside este espacio está tomada desde donde crecí, con vistas a la fábrica de Arnao, a la playa de Salinas, a la entrada de la ría de Avilés y los faros de Avilés y Peñas.
En aquella época mis abuelos tenían familia en EEUU, con quienes el único contacto factible era postal. Cuando el cartero llegaba con un sobre con bordes azules y rojos mis abuelos sabían que llegaba una «carta del norte» con noticias de aquellos familiares «americanos«, tan lejanos en el espacio como cercanos a través del intercambio epistolar.
Según las estadísticas nuestro idioma es el segundo a nivel mundial en términos de hablantes nativos (sólo por detrás del chino mandarín) y el cuarto en número de hablantes. Es una lástima no sólo que no lo cuidemos, sino que no lo usemos más, que no hagamos de este poderoso instrumento un arma de comunicación masiva; así que intentaré servirme de nuestra lengua para compartir algunas historias con ustedes.
Poco a poco iremos escribiendo, reflexionando, hablando de temas profesionales o sociales, que espero que les gusten, aunque no siempre estén de acuerdo con mis planteamientos.
Les invito a participar dejando sus comentarios en los espacios reservados para tal fin.
Seguro que hay cosas mejorables y otras que no funcionan correctamente: soy el responsable e intentaré corregirlas tan pronto como me sea posible, por lo que les ruego paciencia.
En aeronáutica, el término «punto de no retorno» se refiere al punto en el que, durante un vuelo, una aeronave no tiene suficiente combustible para regresar al punto de partida y debe continuar hacia su destino o buscar un destino alternativo, ya que volver sería imposible debido a la distancia y la cantidad de combustible disponible.
En física, el concepto del «punto de no retorno» se utiliza en diferentes contextos: por ejemplo, en el estudio de agujeros negros, se utiliza para referirse al horizonte de eventos, que es el límite a partir del cual nada -ni siquiera la luz- puede escapar debido a la intensa gravedad del agujero negro; una vez que algo ha cruzado el horizonte de eventos se considera que ha alcanzado el punto de no retorno y no puede volver atrás.
También se puede aplicar a situaciones en la física de partículas o en dinámica de sistemas, donde ciertos cambios o condiciones conducen a un punto crítico a partir del cual ya no se puede revertir el estado o el comportamiento del sistema, alcanzando un punto de no retorno en el cual el sistema sigue un curso determinado sin posibilidad de retroceder a su estado anterior (recordemos, por ejemplo, el límite elástico, del que ya hablamos anteriormente: https://www.aureliodevesa.com/el-limite-elastico/)
Las personas también tenemos nuestro “punto de no retorno” -nuestro límite- que alcanzamos cuando determinadas condiciones o circunstancias saturan nuestra paciencia y nos hacen colapsar cambiando nuestro comportamiento para siempre o -incluso- induciéndonos a tomar decisiones disruptivas.
¿Cuándo llega nuestro “punto de no retorno”?
Supongo que un primer aviso llega con un desengaño o una experiencia no esperada por parte del entorno: amigos, parejas o empresas a veces se comportan de una manera inesperada para nosotros que nos hacen cambiar primero nuestra percepción y más tarde nuestra respuesta o comportamiento hacia la otra parte. El cambio ante una experiencia no esperada y -en cierta medida- desagradable depende de cada uno y podríamos asemejarlo a algunas actitudes ante pruebas médicas, como por ejemplo las de determinados varones a los que una exploración urológica no les incomoda para nada y asisten encantados a revisiones prostáticas periódicamente (algunos incluso con más periodicidad de la clínicamente establecida), en contraposición a la sensibilidad de otros hombres, a quienes les basta con el primer tacto rectal para no asomarse más por la consulta del urólogo salvo problema grave o insistente prescripción médica.
Hace ya algunos años, tres excompañeros de largo recorrido y amplia experiencia en la empresa coincidieron para cenar con la mujer de uno de ellos que además es psicóloga. Inevitablemente la velada acabó con ellos tres hablando del proyecto en el que estaban involucrados, de trabajo y de la empresa… y en un momento dado ella les interrumpió para diagnosticarles: “disculpad que os interrumpa, pero los tres tenéis el síndrome de la mujer maltratada”, a la vez que les aconsejaba salir cuanto antes de ese ambiente y de esa relación (aunque fuera laboral). El síndrome de la mujer maltratada no sólo implica violencia física, sino que engloba un conjunto de síntomas observados en personas que han sido maltratadas, y que se caracteriza por un ambiente de violencia psicológica que cursa en la parte sufridora lesiones o síntomas como baja autoestima, ansiedad, depresión, sentimientos de culpa o vergüenza, aislamiento social, miedo al represor o dificultad para tomar decisiones: ¡cómo estarían mis excompañeros para que una profesional les diagnosticara casi de inmediato!
¿Y por qué aguantamos?, ¿por qué no cambiamos?
En primer lugar, aguantamos estas situaciones por el miedo al cambio, por el vértigo a tomar decisiones y salir de la comodidad de la vida que llevamos, un freno tanto mayor cuanto más longeva es la relación de la que queremos salir; pero, en segundo lugar y fundamentalmente, toleramos esa situación por la mochila que cada uno llevamos sobre nuestros hombros:
Para la mayor parte de nosotros la misma mochila en la que llevamos el alimento y la estabilidad para nuestras vidas es el laste más importante que impide un cambio radical e inmediato, pero tal vez nos venga bien para no dar resbalar y esperar la oportunidad más propicia para ese cambio que –sin duda- debemos dar si no estamos en el sitio adecuado para nosotros: tengamos siempre en cuenta que ese ambiente tóxico que nos afecta directamente también repercute en nuestros seres queridos. Cuando el ambiente se vuelve irrespirable lo mejor es salir de ahí, romper esa relación, pero de una manera sopesada y sin dar pasos en falso: la oportunidad llegará, sólo hay que esperarla de una manera activa y encontrar el momento adecuado.
Acabamos de pasar una pandemia que nos ha puesto a todos a prueba, pero no olvidemos que antes veníamos de una crisis económica que afectó seriamente a nuestra calidad de vida, y que nuestra sociedad se enfrenta ya desde hace algunos años a retos que tendremos que asimilar y digerir para mantener una aceptable salud mental: en mi modesta opinión, este es el mayor hándicap al que las personas y las empresas se enfrentan en la actualidad para evitar ambientes tóxicos que propicien “puntos de no retorno” y decisiones disruptivas en las que –a veces- no sólo ambas partes salen perdiendo, sino las vidas de terceros se ven afectadas por situaciones en las que es tan evidente el origen del problema que lo que cuesta entender es la razón por la que nadie pone una solución.
No siempre recordamos las fechas que marcan el camino de nuestra vida, pero un 5 de noviembre de 1998 -hace ahora 25 años- el que suscribe empezaba una aventura que, aunque yo en aquel momento no era consciente del recorrido que podría tener, ha marcado mi trayectoria profesional y con ella mi vida.
Los antecedentes de esa historia podrían remontarse al verano de 1990, cuando decidí matricularme en la Escuela Superior de Ingenieros de Minas de Oviedo, o al verano de 1992, cuando decidía cambiar las ciencias por las letras y me matriculé en la Facultad de Filología… pero yo creo que el germen puede estar en el lunes 14 de julio de 1997 (un día después del asesinato de Miguel Ángel Blanco), fecha en la que aprobé mi último examen de Filología y con ello obtenía la licenciatura: de inmediato renuncié a la prórroga del servicio militar y solicité cumplir con el servicio social sustitutorio en la propia Universidad de Oviedo. Como en aquel momento el tiempo de prestación de ese servicio eran 12 meses, decidí matricularme también en los cursos de doctorado y en el Curso de Aptitud Pedagógica para aprovechar bien el tiempo y a la vez enfocar mi futuro a una posible salida docente…
Habiendo cumplido todos los trámites anteriores en septiembre de 1998, debía decidir si seguía con el doctorado y la vía académica, si preparaba oposiciones, o me ponía a buscar trabajo. Nadie me presionaba para buscar trabajo, algo que debía entenderse como un ánimo a continuar estudiando y formándome, pero yo sí entendía que mi tiempo de “vivir a la sopa boba” debía acabarse y tenía que empezar ya a trabajar: en mi campo o en otro campo.
En aquel momento tuve la oportunidad de llegar a alguien con un puesto relevante a pedir trabajo y eso fue lo que hice: recuerdo que un domingo, a la hora de la sobremesa, pude hablar cara a cara con la persona adecuada y pedirle trabajo. Después de contarle mi experiencia académica y lo que había hecho la respuesta fue un “no te puedo dar trabajo de lo tuyo, yo sólo podría ofrecerte un trabajo “manual” y eso no es para lo que has estudiado”. Las ganas que tenía de empezar a trabajar en aquel momento eran más fuertes que cualquier razonamiento, así que pedí que me hicieran un hueco de lo que fuera… y una semana más tarde me llamaban para empezar a trabajar: el 5 de noviembre de 1998 yo empezaba a trabajar para Felguera Montajes y Mantenimiento (Duro Felguera) en una parada en la planta de THF en las instalaciones de Du Pont en Asturias. Como comprenderán yo empezaba en la categoría más baja, no tenía ni idea de lo que había que hacer porque era mi primer contacto con el mundo del metal, pero las ganas de trabajar y la ayuda de los compañeros que tuve hacían que todo fuera más sencillo. Recuerdo llegar a un mundo radicalmente opuesto al universitario, las largas jornadas laborales que empezaban con una breve charla a las 7:45 de algún representante de la propiedad informándonos de las incidencias, de lo que se había hecho el día anterior y lo que había que hacer cada jornada, y recuerdo cómo mis compañeros protestaban con toda educación para trabajar sábados y domingos (la propiedad no quería que se trabajara 7 días a la semana) o para tener agua caliente en las duchas cada día. Una vez expuesto el trabajo del día, las tareas se repartían y no había más objetivo que hacerlo bien; a mí me tocaron tareas tan dispares como limpiar y engrasar tornillos, llevar herramientas y ayudar a los oficiales, vigilar espacios confinados o incluso hacer en algún momento de traductor entre algún ingeniero americano y alguno de mis compañeros; era un trabajo para el que yo no me había preparado en ningún momento, yo sabía que no iba a estar toda la vida allí, pero me permitió entrar en el mundo laboral, aprender a trabajar y a sacar las tareas adelante con los medios disponibles, la importancia del trabajo en equipo, ayudar al novato (como todos mis compañeros, pero especialmente mi jefe de equipo –Secundino- al que todavía veo de vez en cuando manejando una grúa, tuvieron la paciencia de ayudarme y enseñarme) y conocer otras experiencias vitales muy lejanas a las que se ven desde un aula o un despacho en la Universidad o en una empresa.
Aquella experiencia duró unas pocas semanas, pero cumplió el objetivo de darme un buen dinero, meterme en el mundo laboral y fue decisiva para que meses más tarde, en marzo de 1999, continuara en este sector, aunque ya de otra manera.
Veinticinco años más tarde me pregunto qué ha podido cambiar en esta sociedad para que las empresas no encuentren personas que quieran trabajar, cómo puede ser posible que nuestras empresas del metal en Asturias no sólo no encuentren personal cualificado, sino personas con ganas de trabajar y aprender un oficio con el que ganarse la vida y crecer personal y profesionalmente. Sé que cada caso es un mundo y que es un tema con muchas aristas, pero en los últimos meses he comprobado cómo varias empresas tienen problemas para captar personas que quieran trabajar en muy diversos puestos mientras muchos de nuestros jóvenes prefieren vivir de una subvención o se van fuera a trabajar muchas veces por sueldos que no les dan ni para cubrir la manutención.
En fin… parafraseando a la canción “veinte años no es nada”
La película Ford v Ferrari (2019, titulada en España Le Mans ’66) es recomendable para todo aquel al que le apasionen los automóviles y la competición: como seguramente ya sepan, se trata de la historia de cómo la Ford Motor Company consigue desarrollar un equipo y un auto capaz de competir y vencer a la mítica Ferrari en las exigentes 24 Horas de Le Mans.
Pero si profundizamos un poco más allá de la historia que nos reproducen, podremos comprobar cómo es el reflejo de lo que ha pasado y sigue pasando en las empresas y en la sociedad desde hace demasiado tiempo: Henry Ford II, el dueño de una gran empresa familiar (Ford Motor Company) cuyos resultados empeoran alarmantemente a pesar de contar con un ejército de burócratas y directivos, pide ideas a sus empleados para enderezar el rumbo y sólo uno de sus directivos se atreve a plantear un cambio radical y transgresor que aporte aire fresco y una nueva imagen para la empresa, y –fundamentalmente- para sus productos (los automóviles), con el fin de hacerla más atractiva para el mercado del momento: Lee Iacocca, un líder carismático que siempre se caracterizó por conocer a su propia empresa pero también por mirar de puertas afuera, por explorar los gustos y demandas del mercado y lo que la competencia ofrecía. Mientras otros directivos y empleados de Ford se ponían de perfil y mantenían un deliberado silencio ante la ausencia de ideas o argumentos que pudieran no ser del agrado de su jefe, Lee Iacocca tuvo lo que en la metodología Scrum se denomina “CORAJE” o atrevimiento para hacer lo correcto, lo que se espera de un profesional: el valor necesario para decir las cosas o para plantear ideas que considere decisivas, aunque pudieran no ser del gusto de sus compañeros o superiores… el foco siempre debe estar en el objetivo, le pese a quien le pese.
Cuando el primer plan fracasa (negociaciones Ford-Ferrari), Iacocca tiene la habilidad para sacar adelante un plan B, y para ello ya sabe que el hombre debe ser Carroll Shelby, al que convence y otorga “un cheque en blanco”: es su hombre. Shelby -a su vez- cuenta en su equipo con Ken Miles, un extraordinario piloto y mecánico de origen británico con una especial habilidad para conducir incansablemente, detectando problemas y debilidades y aportando soluciones que harán del Ford GT40 un coche ganador.
El problema con el que se encuentran Shelby y –fundamentalmente- Miles es que ellos entienden de coches, mecánica y competición, no pertenecen a la casta de burócratas, mediocres y aduladores con temor a perder su privilegiado puesto en la empresa, y no tienen reparos ni complejos en decir si un diseño es bueno o malo, o si unas piezas son mejorables para aguantar la exigencia de las 24 horas de Le Mans. Si bien Henry Ford II quiere lo mejor para su empresa y continuar el legado de su padre y de su abuelo, y Lee Iacocca interpreta a la perfección la voluntad de su jefe buscando los medios para alcanzar el objetivo, otros directivos ven con recelo la llegada de Shelby y Miles por su manera de trabajar y expresarse sin tapujos ni medias tintas: ¿les recuerda tal vez a lo que pasa en nuestra sociedad?, ¿conocen algún caso en alguna empresa donde pueda pasar algo semejante?
Después de meses de intenso trabajo y cuando ya parece que los coches son competitivos, uno de los directivos de Ford, Leo Beebe, hace todo lo posible para que Ken Miles no participe en las carreras con los coches de Ford porque “es un beatnik, viste como ellos… no es un hombre Ford”, a lo que Shelby le responde que si hay algo que el dinero no pueda comprar es un corredor puro al volante de sus coches… y ese es Ken Miles.
En el fondo lo que trata de evitar Leo Beebe es que Ken Miles tenga éxito y gane con los coches de su empresa… porque no lo traga, tiene celos profesionales, es un mediocre que no puede admitir que un piloto y mecánico hable con franqueza, pueda tener razón y deje en evidencia al ejército de burócratas que nunca han salido del despacho en el edificio de Ford Motor Company en Michigan.
Esto es lo que pasa en muchísimas ocasiones: así como hay directores que saben muy bien que su éxito depende de sus subordinados, y que deben cuidarlos para tener a los mejores profesionales y obtener los resultados esperados, todavía quedan muchos otros directivos de medio pelo que también quieren el éxito (pero SU éxito, no el de la empresa que les paga) y no dudo de que busquen que el trabajo se haga bien, pero sin reconocer ni cuidar a sus subordinados.
El término que emplea Leo Beebe para referirse de manera despectiva a Ken Miles no es casual: beatnik. En aquella época un beatnik era un joven rebelde y solitario, seguidor del movimiento musical beat, pero al usarlo peyorativamente su significado variaba incluyendo también las acepciones de vago, holgazán, desaseado, delincuente, antipatriota… y eso es lo que sigue pasando en algunas ocasiones: como el mediocre de turno no puede apartar o sentenciar a su objetivo por la vía profesional, se sacan otros aspectos que nada tienen que ver con su desempeño para desgastar y menoscabar su imagen… seguro que les suena. A mí me desagrada que desde determinadas instancias se atrevan a clasificar como “hombres de empresa” no a quienes trabajan por el desarrollo de la empresa, sino exclusivamente a quienes cumplen con los cánones de estilo marcados desde algún despacho… aunque sean manifiestamente inútiles.
Pero llegados a este punto es interesante lo que hace Carroll Shelby para defender a su amigo y colaborador Ken Miles: encierra a Leo Beebe en su oficina y aprovecha para darle una vuelta al mismísimo gran jefe en el GT40 y que pueda así conocer de primera mano su propio producto, que experimente el fruto del trabajo de Shelby, Miles y el resto del equipo… pero –sobre todo- que compruebe por sí mismo que no todo el mundo está capacitado para pilotar ese vehículo y llevarlo a la victoria.
Les recomiendo que vean la película y reflexionen en qué habría pasado si Henry Ford II no hubiera hecho caso a la intuición e ideas de Lee Iacocca: ¿sería posible para Ford ganar en Le Mans sin el trabajo de Carroll Shelby y Ken Miles? Nunca lo podremos saber, pero lo que sí podemos asegurar que Ford no tenía experiencia previa en este tipo de competiciones y que los responsables de desarrollar un coche ganador fueron ellos.