EL GATO DE ODESSA

Cuando en octubre de 2014 mi empresa me pidió que viajara a Ucrania me lo tomé con cierta preocupación: recuerdo que en aquel momento ese país llevaba ya meses luchando con una invasión rusa y un conflicto bélico que nos sonaba demasiado lejos y llegaba con pequeñas píldoras informativas. Inevitablemente Ucrania tenía para mí reminiscencias de república soviética, de época gris de telón de acero y espías de guerra fría, y -sobre todo- de accidente nuclear… para los de mi generación supongo que Ucrania era un país marcado por el desastre nuclear de Chernobyl.

Después de no pocos argumentos justificando la pertinencia de la visita en aquel preciso momento por parte de los interesados, y aunque yo seguía sin estar del todo convencido, no me quedó más remedio que hacer la maleta ante semejante insistencia: debía ir a Ucrania a auditar a una destacada empresa de nuestro sector como potencial proveedor de servicios. En latín tenemos la habitual expresión excusatio non petita, accusatio manifesta, aunque en mi opinión las decisiones razonables y basadas en el sentido común nunca requieren demasiadas explicaciones.

La empresa que iba a auditar tenía sus oficinas centrales en Dnipropetrovsk (Este de Ucrania) y su taller más emblemático se ubicaba en Sevastopol: esto suponía que la visita ya no empezaba bien dado que la península de Crimea había sido invadida y anexionada a Rusia tan solo unos meses antes, por lo que la principal instalación industrial -y única de su propiedad- de nuestro potencial proveedor se había quedado en suelo ruso y no tenía actividad en aquel incierto momento. Para paliar este contratiempo la empresa había decidido alquilar sendos talleres en Nikolayev y Kherson, ciudades situadas al sur de Ucrania y que distaban entre sí unos 60 kms.

Así pues, visitaría una de las instalaciones alternativas, para lo que me prepararon un interesante plan de viaje Madrid-Estambul-Odessa en avión y luego tránsito por carretera (unos 110 Kms) hasta el destino final en Nikolayev. Al ver el plan de viaje pensé inevitablemente en Mariano García Remón, al que siempre había escuchado apodar como “el Gato de Odessa” ganado a pulso por una sobresaliente actuación en un gélido partido de Copa de Europa de su Real Madrid contra el Dinamo de Kiev en 1973. Mi viaje se ponía interesante porque me iba a permitir conocer Odessa, una antigua República Soviética como Ucrania… y un país en conflicto cuasi bélico.

La verdad es que sólo pude conocer Odessa a través de las ventanillas del coche por la ruta elegida por el chófer, pero -a pesar de que se le denomina “La Perla del Mar Negro”- me quedé con la imagen de una ciudad industrial, gris, cubierta por calima, y con el trajín de la gente que va y viene del trabajo. Lamento no haberla conocido en mayor profundidad para apreciar todas las bondades y bellezas que los libros resaltan de ella, pero quizá tampoco era el mejor momento para hacer turismo, puesto que recuerdo frecuentes controles militares en la carretera que une Odessa con Nikolayev debido a la tensión del momento.

Mi visita se centró en la histórica Nikolayev, que debe su nombre al príncipe ruso Grigori Potiomkin y su voluntad de bautizar así a la ciudad en 1789 en honor a San Nicolás de Bari como agradecimiento por la conquista a los turcos de la cercana ciudad de Ochakiv por parte de los rusos: ese territorio estaba controlado desde la edad media por el imperio otomano y los rusos lo consideraban de vital valor estratégico para controlar el Mar Negro. Desde 1991, momento en el que Ucrania logra la independencia de la URSS, el nombre de esta ciudad ha cambiado a la denominación ucraniana «Mikolaiv».  

Durante el dominio soviético la ciudad se convirtió en uno de los principales centros de producción naval de la URSS, y precisamente uno de esos antiguos astilleros era la instalación que mis anfitriones habían alquilado y preparado para mi visita: recuerdo que literalmente era una ciudad abandonada con grandes naves industriales, grúas y diques para la fabricación de barcos que -sin duda- habrían tenido momentos de esplendor en el pasado. Esa visita me dio la oportunidad de ver en funcionamiento la mayor curvadora de chapa que he visto hasta la fecha, con una capacidad para curvar chapas de hasta 12mts de longitud y hasta 50mm de espesor.

Una vez terminado el trabajo, intenté que mis acompañantes locales me hablaran un poco de su país y de cómo estaban viviendo la tensión con la invasión rusa en algunas zonas del este: me confesaron que la sociedad del país estaba dividida entre algunos nostálgicos de la época soviética (añorando el bloque al este del telón de acero como potencia mundial compitiendo con los americanos y occidentales) y la mayor parte de la población que quería pasar esa página y ser como los “occidentales”, una sociedad libre, poder viajar y tener acceso a una vida como los europeos o americanos. Para muestra me llevaron a la plaza del ayuntamiento para enseñarme la peana donde había estado la estatua de Lenin y que el “clamor popular” había derribado meses antes, cuando los rusos invadieron Crimea. Más tarde me enteré que incluso la peana no aguantó mucho más tiempo en pie.

Cuando estos días escucho y leo las noticias sobre la invasión rusa en Ucrania no puedo dejar de pensar en aquella gente, y me parece que ese conflicto tiene una muy difícil solución. Por una parte tenemos unos territorios que Rusia considera como propios dado que se los conquistó en el siglo XVIII a los turcos y cuya independencia nunca ha asumido plenamente, y por otra parte tenemos un pueblo que se ha visto castigado por guerras y abusos de poder soviético, una sociedad que veía en su independencia una ventana a la esperanza de llegar a la libertad y al mundo occidental: los ucranianos que yo conocí en mi breve visita me describieron una sociedad que no quiere volver a ser soviética y va a luchar por su independencia contra un invasor cuyas “recetas” conocen demasiado bien. Espero equivocarme, pero si los rusos quieren controlar Ucrania tendrán que arrasar las ciudades y dominar a un pueblo que hoy por hoy sólo contempla defender su país hasta la muerte.

Algunos estudios sostienen que fue San Agustín de Hipona quien dijo “El mundo es un libro y aquellos que no viajan solo leen una página”, y cada vez estoy más de acuerdo: viajar nos enriquece, nos culturiza, nos aporta conocimiento geográfico y -sobre todo- nos permite conocer otras sociedades, costumbres y culturas que nos aportan nuevos puntos de vista y nos hacen crecer como personas.

Les dejo una foto tomada en una cervecería local de Nikolayev, en la que -para mi sorpresa- tenían colgadas las banderas ucraniana y española: un lugar en el que su se molestaron por tratarme bien y para los que deseo la protección de su patrono San Nicolás.

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