We have all the time in the World

Photo by Dusan Jovic on UNSPLASH

De una manera inevitable se acaba el verano y empieza un nuevo curso, un nuevo ciclo periódico que -en mi opinión- marca el ritmo vital de nuestras vidas bastante más que el calendario gregoriano.

Las circunstancias laborales y personales de cada uno condicionan nuestras posibilidades, pero el verano debería ser una época para cambiar hábitos y rutinas, y tomar el oxígeno necesario en nuestra existencia que nos permita abordar el nuevo curso con energía renovada. Algunos afortunados tienen la posibilidad de disfrutar de unas merecidas vacaciones y otros tienen que seguir trabajando en esta época, pero -aun así- los largos días de julio y agosto hacen que podamos disfrutar de más tiempo para dedicar a nuestras aficiones, familia, amigos… y tantas cosas que por algún motivo no pudimos hacer durante el invierno anterior.

Este año la llegada del otoño parece que va a apuntalar -para nuestra desgracia- la incertidumbre económica que ha traído consigo la invasión de Ucrania y la gestión de nuestros gobernantes en las últimas décadas. El miedo es libre y el lamento también, pero tenemos lo que -como sociedad- hemos querido con nuestras acciones y con nuestros votos, y así deberíamos asumirlo para intentar remediarlo en el futuro si no estamos conformes, porque con voluntad y trabajo todo tiene remedio en esta vida.

Entre trabajo, descansos, fiestas y desconexiones, este verano he aprovechado para ver de nuevo la última película del agente 007 (Sin tiempo para morir). Sin entrar en profundas valoraciones, como aficionado a la saga de películas de James Bond me gusta el «rescate» del tema «We have all the time in the World«, perteneciente a la banda sonora original de la película del mismo 007 «Al servicio secreto de Su Majestad» de 1969. Esa película, en la que George Lazenby tomaba -aunque de manera fugaz- el testigo de Sean Connery, está considerada por la crítica como la adaptación más fiel llevada al cine de una novela de Ian Flemming y termina precisamente con esa sentencia: «Tenemos todo el tiempo del mundo». Como el resto de la música de esta película, esa pieza fue compuesta por John Barry, con letra de Hal David e interpretación del inimitable Louis Armstrong.

El ya fallecido John Barry fue hijo de una pianista y un proyeccionista de cine, de ahí su pasión por la música y su adaptación cinematográfica. Los productores de la saga Bond conocieron algunos de sus primeros trabajos y le encomendaron los arreglos de la banda sonora original de aquella primera película “007 contra el Dr. No”; los resultados fueron tan contundentes que se convirtió en su compositor de cabecera, participando directamente en doce películas de 007 mientras que su prolífica capacidad cosechaba también otros éxitos en la música del cine y TV: entre otros reconocimientos, su trabajo obtuvo 7 nominaciones a los Oscar que le permitieron ganar la famosa estatuilla en 5 ocasiones entre las que yo destacaría la maravillosa banda sonora de «Memorias de África«. Como músico, quizá el hecho de ser trompetista haya marcado sus composiciones con la fuerza de instrumentos de viento y metal, pero supo ser también innovador siendo el primero en emplear sintetizadores para sus composiciones, como en la película que nos ocupa «Al servicio secreto de Su Majestad«: Barry es consciente de que esa película es un reto de máxima responsabilidad al tratarse de la primera sin Sean Connery, con un guion que apenas se desmarca de la novela de Ian Flemming y un Bond distinto que presentará su renuncia, se casará… y enviudará, así que -condicionado por todo lo anterior- trata de crear un tema central realmente especial, potente, y para ello cuenta con un gran compositor del momento como Hal David para que le haga la letra (quien, curiosamente, en ese año 1969 ganaría también un Oscar por la canción de la banda sonora original de «Dos hombres y un destino«) y convence para su proyecto al por aquel entonces gravemente enfermo Louis Armstrong que -si bien está imposibilitado ya para tocar la trompeta- interpreta a las mil maravillas esa canción mientras -tal vez- lanza el mensaje de que «aquí sigo, mientras hay vida siempre nos queda tiempo». Esa sería la última grabación de Louis Armstrong.

Y siempre queda tiempo: paradójicamente este tema no tuvo éxito hasta que los publicistas de Guinness lo utilizaron en 1993 para un anuncio de cerveza, haciendo que la Warner Records lo tuviera que relanzar otra vez y convertirse en el nº 3 de ventas en Reino Unido. A esa maravillosa canción el reconocimiento le llegó 25 años después de haber sido compuesta.

Pero este verano también tuve el placer de contemplar el cuadro de Antonio López “La Familia de Juan Carlos I”, un encargo realizado en 1993 y que el artista terminó en 2014: veinte años de intenso trabajo que sin duda refleja la profesionalidad y el perfeccionismo del artista. Pensando en todo lo que pasó en la historia de España y del mundo en ese periodo a algunos les parecerá una eternidad, pero la obra se queda ahí para la historia sin importar el tiempo que llevó realizarla.

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De estos ejemplos me admira que estos artistas, cada uno en su especialidad, intentaron hacer sus trabajos lo mejor posible en ese momento sin pretender el éxito a corto plazo o el impacto inmediato, sino buscando la ejemplaridad del trabajo bien hecho. Una canción que triunfa años después de ser grabada y un cuadro que ocupa veinte años de trabajo en la vida de un artista y que en el momento de ser presentado parece intentar transportarnos a la realidad de 20 años atrás, a otras vidas y otras situaciones.

Tempus fugit. Sin perder de vista que -al igual que los yogures- todos tenemos nuestra fecha de caducidad y hasta que nos llegue ese momento nuestro camino puede tener dificultades e incertidumbres, deberíamos ser siempre conscientes de que aún tenemos tiempo, que seguimos vivos y que la vida nos ofrece oportunidades para dejar huella, para cambiar las cosas, para afrontar los retos y las dificultades de distintas maneras, para crear, para intentar llevar a cabo nuestros proyectos, para darnos otra oportunidad o dársela a aquello que un día dejamos aparcado.

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