
Esta semana ha sido noticia la destitución de Cayetana Álvarez de Toledo como portavoz del Partido Popular en el Congreso de Diputados. Sin entrar a valorar en este momento y en este lugar si la decisión ha sido correcta o incorrecta, este hecho me ha llevado a reflexionar en la cantidad de veces que a lo largo de mi carrera profesional he asistido a este tipo de situaciones en las empresas: un fichaje (algunas veces de calidad y otras de relumbrón) llega a una organización para aportar valor añadido o para ser un factor diferencial y a los pocos meses sale por la puerta de atrás o directamente es despedido.
Ante estas situaciones, la respuesta de los responsables de la flamante apuesta suele ser la misma: “no es lo que yo esperaba”, “es demasiado independiente”, “no asimila la filosofía de esta empresa”, “no está capacitado para el puesto”, “venía sólo a aprovecharse de esta empresa”, etc. Lo curioso es que –normalmente- los que conocíamos de antemano tanto a la organización y a sus responsables como al fichaje de turno coincidíamos y sabíamos con certeza que ese matrimonio iba a acabar mal. Hace unos meses ya les hablé del Principio de la Navaja de Ockham (en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable) y por eso en muchas ocasiones no hace falta una dosis extra de brillantez para anticipar un desenlace: sólo observación y sentido común.
En estos casos yo siempre me hago esta pregunta: ¿quién ha cambiado? A mi juicio en la respuesta tendremos al responsable del divorcio. Partiendo de la premisa esencial de que la unión se trata de un fichaje, de alguien a quien se contrata de fuera de la organización para participar con algo que no se tiene dentro de la propia empresa o para añadir un valor diferencial a la compañía; hay que evaluar objetivamente si esta persona a la que se ha fichado cambia con el tiempo su manera de trabajar y/o actuar.
Uno de los casos más llamativos que recuerdo sucedió en una empresa del sector metal cuando incorporaron a un nuevo director comercial que les iba a dar un salto exponencial en la contratación. Aparentemente lo tenía todo para triunfar: facilidad de palabra, conocimiento del sector, buenas relaciones… llegaba de una empresa de la competencia donde había tenido problemas con el dueño a la hora de entender el negocio (esto suele ser habitual en este tipo de fichajes galácticos: a menudo son tan incomprendidos como los entrenadores de fútbol venidos a comentaristas que se las dan de haber inventado este deporte). En ese caso del que hablo, he de confesar que quienes primero acertaron con el pronóstico de la relación fueron los propios trabajadores del taller al bautizar al nuevo fichaje como “Chigrinsky”: en parte porque su llegada a la empresa coincidió en tiempo y forma (anunciado a bombo y platillo) con la incorporación de aquel -tan prometedor como desconocido- defensa ucraniano a las filas del Barcelona y en parte por la supuesta afición del nuevo comercial por frecuentar los chigres (en Asturias llamamos así a algunos bares típicos) y restaurantes con los clientes, proveedores o cualquiera que supusiera una buena oportunidad. El tiempo dio la razón al responsable del mote, puesto que -si bien la relación entre comercial y empresa fue más duradera que la del defensa del Barcelona con ese club- los resultados no fueron tan buenos como se esperaban y el Chigrinsky del metal acabó saliendo de la organización. Recuerdo a los dueños de esta empresa cuando se lamentaban entonces de que aquel hombre no era lo que ellos esperaban, no había aportado a la compañía lo que se pretendía y alguna otra cosa que ahora no viene a cuento, pero: ¿por qué los dueños de la empresa (responsables del fichaje) no supieron prever a quién contrataban y en quién depositaban la imagen y el futuro de la empresa, y sin embargo los empleados del taller calaron al personaje de alguna manera y en una semana al ponerle el mote?
A veces cuesta entender cómo lo que es evidente para algunos desde fuera no lo es para quien tiene trato directo con el fichaje o crack de turno, y parece que a la hora de tomar una decisión trascendental el humo ciega los ojos, como decía la maravillosa canción de los Platters.
Las incorporaciones de personas claves para una organización deberían ser evaluadas desde muchos puntos de vista, por la repercusión que su éxito o fracaso va a tener en la imagen y el rumbo de la empresa. Es frecuente ver cómo dueños o dirigentes de empresas se enamoran de personajes que no son más que vendedores de humo -de ahí que el humo ciegue sus ojos-, los fichan, los alaban, ven por sus ojos, y los mantienen hasta que llega un revés que a veces es salvable pero que otras veces cuesta la vida a la propia empresa; pero lo peor es el mensaje que se lanza con estas maniobras al resto de personal en la organización: se elogia y se apuesta sin complejos por tipos que todo el mundo conoce, y eso supone un menosprecio para muchos fieles trabajadores de dentro de la organización que han demostrado sobradamente su valía y que ven cómo desde la dirección se apuesta por un mediocre de fuera antes que por un currante comprometido de dentro.
Pero también hay casos en los que los fichajes merecen muy mucho la pena y es entonces cuando el divorcio viene causado porque la valía y categoría del incorporado es notablemente superior a la del responsable de turno. He conocido algún caso en el que algún empresario ha prescindido de algún fichaje por cumplir las expectativas, por ser brillante y por dejar en evidencia la mediocridad -en este caso- de su superior.
En todos los casos, si queremos conocer quién es más responsable del fracaso, insisto en que debemos preguntarnos quién ha cambiado, quién ha cumplido con las expectativas y quién se ha equivocado yendo a un matrimonio sin conocer del todo a la parte contraria. En cualquier caso, en el mundo empresarial y de las organizaciones, creo que conviene no enamorarse de las personas.