
Mientras la economía mundial lucha por salir del pozo donde en COVID-19 nos ha metido, parece que todos los indicadores económicos coinciden en que España será uno de los países más afectados y las previsiones apuntan a que nuestra economía caerá un 12%, mientras que países de nuestro entorno como Italia o Francia lo harán un 10% y Alemania un 6%. Si antes de la pandemia la situación ya era preocupante, ahora parece claro que nos aproximamos a una debacle económica de magnitudes considerables.
Las empresas intentan mantener la actividad en condiciones precarias, con ingresos menguados, proyectos cancelados, impagos y un futuro incierto y desalentador. Es plausible la actitud y el esfuerzo de muchos directivos y empresarios por mantener la actividad y seguir adelante en un entorno incierto y poco esperanzador, que a veces provoca la toma de decisiones arriesgadas que suponen la puntilla para trayectorias erráticas.
Las empresas no funcionan solas, su rumbo es el marcado por quienes toman las decisiones, y es en momentos de crisis o incertidumbre cuando se aprecia la valía y el acierto de los gestores, cuando llega el rendimiento de su trabajo. Por poner un ejemplo, todos podemos asegurar que mañana sale el sol pero no todos estamos en condiciones de predecir si mañana lloverá o no… y sólo unos pocos elegidos acertarán con la franja horaria e intensidad del chaparrón.
Hay empresarios que podríamos considerar “conservadores” que se caracterizan por buscar el saneamiento de la empresa, por limitar el reparto de beneficios, las inversiones y hasta las contrataciones de nuevos negocios: se conforman con hacer lo que han hecho siempre y saben hacer e intentan evitar meterse en aventuras de incierto desenlace. Tienen su nicho de mercado en el que están razonablemente cómodos, obtienen unos beneficios que consideran suficientes y no tienen ambición por ir más allá si no hay garantías; suelen meditar mucho las inversiones y no entran en negocios sin antes haberlos estudiado, valorado y contrastado. Así como corren el riesgo de que otra empresa con costes más bajos pueda arrebatarles algún cliente, su capitalización hace que estén mejor preparadas para resistir estos tiempos de crisis. En definitiva, siempre cuentan con la posibilidad de que llegue una mala racha o una crisis que pueda afectar seriamente su negocio.
Otros empresarios más arriesgados optan por un modelo de empresa menos capitalizada, invirtiendo en personal, y suscribiendo créditos para inversiones en instalaciones y maquinaria. Esta política de inversión les facilita la capacidad para optar a proyectos de un tamaño considerable que pueden dejarles grandes beneficios pero que también entrañan un alto riesgo. Hay que tener en cuenta que la imagen que se proyecta de la empresa no se corresponde con la fortaleza real de ésta: mientras el entorno y las circunstancias son favorables el éxito y los beneficios suelen ser notables y notorios, pero cuando llegan los problemas es frecuente asistir a la quiebra de este tipo de compañías. Tan inevitable como el fatal desenlace es la huida hacia delante de los responsables de este tipo de empresas, buscando nuevos proyectos o aventuras en lejanos países y firmando contratos a pérdidas sólo para maquillar la cuenta de resultados con esos ingresos, mantener el estatus de algún directivo e ir tapando las deudas adquiridas en etapas anteriores.
En los últimos años nuestra sociedad ha dado el beneplácito al modelo arriesgado, pero no olviden que aunque arriesgado es sinónimo de valiente e intrépido, también lo es de temerario, osado o imprudente. Vemos con admiración el crecimiento fugaz de las empresas (sin entrar a valorar si sus fundamentos son sólidos o no) y de los gerentes o directivos de turno que han conseguido el aparente éxito, mientras que solemos menospreciar a quienes llevan toda la vida trabajando y cuidando su negocio. A veces es doloroso comprobar cómo son los herederos quienes cegados por el oropel de la modernidad dan un cambio de rumbo a la empresa familiar -tradicionalmente conservadora- que acaba por destruir en poco tiempo lo que sus antecesores construyeron en décadas de trabajo.
Lamentablemente cuando nos hablan del éxito de una empresa o de una persona se olvidan de enseñarnos el trabajo, el esfuerzo y las horas de dedicación que hay detrás, y por eso con frecuencia no somos capaces de distinguir entre el fruto del trabajo y el fruto del pelotazo.
Debemos reconocer que nos deslumbran más las cigarras que las hormigas, nos han estado acostumbrando a que podemos arriesgarnos a vivir por encima de nuestras posibilidades, que no debemos tener miedo a vivir endeudados, que podemos gastar lo que tenemos y lo que no tenemos y mañana ya se verá… y ese mañana cada vez está más cerca. Debemos ser conscientes que esta vida es un largo viaje y nada es gratis, todo tiene un coste y el dinero no se regala: todo sale de alguna parte.
Esta semana me han enviado este elocuente gráfico

Ateniéndonos a los datos que ofrece la página www.estadolimitado.com (fuente del gráfico), en España menos de un 33% de la población trabaja como autónomo o por cuenta ajena para empresas privadas.
Tal vez la situación de España podría asemejarse a una pequeña empresa de 10 empleados en total en la que 3 ó 4 personas estén en el taller y 6 ó 7 en las oficinas. Además estos últimos empleados tienen asegurado su puesto y retribución independientemente de los resultados de la empresa, y los trabajadores del taller son los que ven peligrar su trabajo cuando las cosas no van bien. Sin entrar a valorar la importancia de las tareas que realiza el personal de oficina, creo que estaremos de acuerdo en que como falten los trabajadores del taller (o no rindan eficazmente) la empresa no podrá entregar sus productos y obtener los ingresos necesarios para cubrir los gastos…
Creo que la situación es lo suficientemente grave como para reflexionar, ser responsables y tomar las acciones a nivel individual que consideremos oportunas: ¿preferimos el trabajo y austeridad de las hormigas o la alegría y el riesgo de las cigarras?