EL ÁRBOL CAÍDO

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En las últimas semanas estamos asistiendo a una sucesión de publicaciones y comentarios en torno a posibles hechos reprobables (o incluso supuestamente delictivos) cometidos por S. M. Juan Carlos I.

No estoy en condiciones de salir en defensa del Rey, pero mucho menos estoy en disposición -ni tengo la voluntad- de sumarme a los ataques popularizados. Para mí, S.M. Juan Carlos I es el rey con el que crecí y al que este país –en mi opinión- le debe mucho en lo que respecta a convivencia y desarrollo en los últimos 45 años. Como ser humano puedo entender que haya cometido errores de los que a buen seguro estará arrepentido, pero su labor pública en defensa de los intereses de España creo que puede considerarse extraordinaria.

Les confesaré que me resulta especialmente doloroso asistir a las denuncias y críticas de algunos que no hace tanto le alababan –de ahí el vídeo con el que inicio este artículo-, así como el silencio cobarde de muchos que en su momento sacaron ventaja y beneficio de la sombra de Su Majestad: me quedaré con el ejemplo de un viaje de negocios en 2012 a Brasil en el que acompañó a empresas españolas como Telefónica, Banco Santander, Gas Natural Fenosa, CAF, Repsol, Iberdrola, Iberia, Isolux, Abengoa, Indra, Acciona, Talgo, Navantia y Airbus Military (entre otras compañías). En aquella época -y otras anteriores- pocas voces se alzaban para criticar la conducta del Rey, y muchos se beneficiaban arrimándose a su sombra.

También les confieso que a veces me gustaría tener conocimientos de psicología para entender algunos comportamientos y reacciones del ser humano que me resultan inexplicables. A medida que pasan los años y las décadas observamos que la gente se encoraja a denunciar hechos y actitudes que años antes serían impensables: amparados por la libertad de expresión, unas veces con pruebas y otras sin ellas, todos nos atrevemos a opinar sobre circunstancias y acciones llevadas a cabo por personas a las que ni siquiera conocemos.

Más repugnante aún me resulta la actitud de los “lametraserillos”, como popularmente los bautizó mi admirado José María García hace ya muchos años. Y es triste que esa especie, tan invasora como despreciable, se haya instalado para nuestra desgracia en los últimos años en nuestra sociedad y en nuestras empresas con el beneplácito de quienes tienen algo de responsabilidad. Les invito a recuperar mi artículo sobre batracios y alacranes de hace algo más de un mes, en el que ya comentaba algo del tema.

Es muy desolador que la sociedad y las organizaciones amparen a estos personajes sólo por el trato amable que dispensan a sus superiores o a cualquiera que pueda tener algún tipo de influencia para posicionarles donde nunca llegarían por méritos propios.

En las últimas décadas nuestra sociedad ha logrado hacer plenamente accesible la educación, en el sentido de que cualquier persona puede llegar a cursar los estudios que quiera independientemente de su condición o estatus social, y eso es un éxito sin lugar a duda; pero me parece que esta misma sociedad, empezando por la familia y continuando por la comunidad educativa, se ha olvidado de implantar en las nuevas generaciones el chip de la ÉTICA, el de los valores, el de la valentía para respetar lo que dicta tu conciencia, o el del coraje para manifestar tu opinión respetuosa pero contraria a lo que conviene a algunos.

A lo largo de mi andadura profesional he asistido en algunas ocasiones y padecido en otras muchas a las maniobras de estos lametraserillos, pelotas, aduladores… o como ustedes los quieran llamar, y todos tienen un denominador común que es su ego: son previsibles porque siempre actúan de la manera que saquen beneficio propio; pero tienen una característica peor, y es que no sólo no tienen reparos en hacer leña del árbol caído, sino que son los primeros en empuñar el hacha para cortar las ramas de quien adoraban el día anterior, por más que éste les hubiera ayudado en el pasado o por grande que fuera la supuesta amistad que les unía.

A título particular, a veces pienso que en mi carrera profesional me hubiera ido bastante mejor si no hubiera tenido escrúpulos, si hubiera hecho la pelota a las personas adecuadas en mi empresa o si no hubiera dicho en muchas ocasiones lo que mi conciencia y criterio me dictaban. No lo hice y no me arrepiento, porque sí les puedo asegurar que mi conciencia está tranquila por haber actuado y opinado siempre de la manera que yo creía correcta (aunque pudiera estar equivocado).

De este asunto me gustaría quedarme con un par de citas, a la vez que me gustaría que reflexionaran y comentaran a pie de artículo su propia opinión:

1.      Del árbol caído todos hacen leña

2.      Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra

Ahora bien, para finalizar, y volviendo al caso de S.M. Don Juan Carlos: seguro que muchos de quienes ahora están intentando cortar las ramas del árbol caído, o simplemente quienes asisten tan cobardes como impasibles al espectáculo, no hace tanto que se pegaban codazos para acercarse a Rey, movían sus hilos para ir a las recepciones de Palacio, besaban por donde S.M. pisaba, presumían de su amistad, seguramente le agasajaban y –sin duda- sacaron algún tipo de provecho. Muchas empresas españolas y –por ende- muchos trabajadores e inversores españoles se beneficiaron de la labor embajadora de Don Juan Carlos para acceder a contratos que a buen seguro de otra manera no podrían haber firmado. ¿Está bien?, ¿está mal?: juzguen ustedes, yo no tengo información suficiente ni soy quién para juzgar a nadie, pero alguien tenía que dar ese servicio o llevarse esas obras. A mí lo que me produce nauseas es la falta de ética, la ausencia de escrúpulos y el cambio de chaqueta cada vez más frecuente en esta sociedad y en nuestras organizaciones.

Y cuando les llegue un adulador (que en algún momento les llegará), recuerden este caso y el vídeo del león y en las hienas.

NOTA: Publicado en LinkedIn el 19 de julio de 2020

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