EXPERTISE

Hace unas semanas, durante una charla con un amigo, éste me trasladaba su preocupación por un proyecto en el que estaba involucrado: participaba en la instalación de un nuevo equipamiento dentro de la planta de una multinacional. Todo el que haya trabajado en una “parada”, en la modernización o en la instalación de un nuevo equipamiento en una planta en funcionamiento conoce bien la presión que este tipo de proyectos conllevan y el stress que genera en los profesionales involucrados.

Sin entrar en muchos detalles, me transmitía su incredulidad por la respuesta recibida de uno de sus proveedores europeos a la hora de solicitar asistencia técnica urgente: un equipamiento se había instalado correctamente pero no conseguían que funcionara con normalidad, lo que imposibilitaba la puesta en marcha de esa parte de la planta. Al requerir la asistencia técnica con la urgencia propia de la situación, la respuesta del proveedor fue: “ese problema sólo lo puede solucionar nuestro experto, y ahora mismo está con otro proyecto en un país del sudeste asiático; hay que esperar un mínimo de quince días”. El experto en cuestión es un señor jubilado parcialmente y que consigue imponer sus exigencias para trabajar a toda una multinacional europea, y a ésta no le queda otro remedio que admitirlo porque necesita su conocimiento. O sea: contratas a un proveedor de reconocido prestigio y acreditada solvencia para que te suministre un equipo crítico, pagas unos buenos millones por ello, y cuando surge un problema resulta que en toda la macro-organización de esa empresa sólo hay una persona -que es “el experto”- capaz de dar respuesta y aportar una solución.

Esta situación no es frecuente pero sí empieza a ser habitual, y no es más que la consecuencia del modelo que empresas y sectores han estado implantando en los últimos años. Se nos ha llenado la boca hablando del expertise, ponderando la pericia, la habilidad, el conocimiento esencial que dan los años de experiencia… mientras que con hechos hemos ido aparcando de mejor o peor manera a nuestros veteranos para dar cabida a jóvenes con títulos, grados, másteres y una serie de cursos y capacitaciones creadas y fomentadas ad hoc e impartidos en algunos casos por profesionales que dan la impresión –a veces- de necesitar aprender antes que enseñar.

El mundo del trabajo ha cambiado, nos guste o no, el modelo de fidelidad empresa-trabajador se ha terminado y deberíamos reflexionar si eso es bueno o es malo. Supongo que –como casi siempre- no todo será blanco o negro y habrá grises, pero creo que todas las partes pierden bastante más que ganan. Hace 20 años se hablaba del know-how, y eso es precisamente lo que estamos perdiendo, las empresas ahora parecen no valorar su recurso más preciado: las personas que conocen el negocio, la empresa y el sector… y apuestan por savia nueva quizá cargada de títulos, con más ímpetu, con energía nueva, pero con un alto riesgo de habitar en la “Cima del Monte de la Ignorancia”, según reza una gráfica relacionada con el estudio de Dunning-Kruger.

No nos engañemos, esto no es del todo nuevo; hace bastantes años en algunas empresas también había cementerios de elefantes: ubicaciones donde se aparcaba a los veteranos para que no molestaran, dándoles alguna tarea para que estuvieran tan entretenidos como alejados del día a día de los proyectos. La diferencia es que en esa época, quienes ocupaban el lugar de estos pobres veteranos tenían ya un bagaje y una trayectoria por la empresa que les hacía desempeñar su función de una manera honesta, profesional y razonable.

Hoy en día creo que se está cometiendo el error y permitiendo el lujo de prescindir de quienes se identifican con la casa y quienes conocen su trabajo para dar acomodo a profesionales con un mayor currículum académico pero –en muchos casos- vacío de experiencia y de vinculación con la empresa. La experiencia no se compra, no se vende, no se adquiere en un curso por muy excelente que éste sea… la experiencia se adquiere con el tiempo, con los éxitos y –sobre todo- al enfrentarte con las dificultades y haber tomado parte en su solución.

Una de las virtudes que suele acompañar a la experiencia es la responsabilidad del trabajo bien hecho. Una de las cosas que me sorprendió en mi primer puesto de trabajo en este sector fue que mis compañeros más veteranos sólo pedían dos cosas a sus jefes: trabajar horas extras (y fines de semana) y agua caliente para la ducha… bajo amenaza de irse de la obra. Era montaje mecánico y aquellos hombres estaban allí para hacer el trabajo bien, de una manera profesional y lo más rápido posible. Ellos sabían que terminar aquella obra en el plazo previsto o antes era sinónimo de ganar dinero y perspectiva de trabajo para la siguiente obra, ellos ganaban y la empresa ganaba.

Es incontrovertible que la formación siempre suma, siempre enriquece, pero no puede ser sólo la base de la profesionalidad. Convendrán conmigo en que cuando terminamos los estudios sólo tenemos acreditada una formación, pero no sabemos trabajar: a trabajar se aprende trabajando, a ser profesional se aprende a base de horas y -en muchas profesiones- de la enseñanza de un compañero que tenga la paciencia de enseñarte, máxime cuando las habilidades o destrezas que se deben desempeñar son específicas y fruto del desarrollo de varios años. Por eso, con el modelo de empresa que estamos abandonando nos estamos dejando también a los profesionales que entrando en una compañía desde abajo fueron conociendo distintos puestos y responsabilidades y que los años les capacitan para dar respuestas que no están en ningún libro, curso o máster.

NOTA: Publicado en LinkedIn el 17 de febrero de 2020

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