
Recientemente leíamos en prensa que la Audiencia Nacional avala a las empresas en el descuento del tiempo dedicado por los trabajadores a fumar un cigarro o tomarse un café durante la jornada laboral. Esta noticia me hizo recordar algunas experiencias vividas hace años en el sector.
Cuando apenas estaba empezando mi vida profesional, a menudo almorzaba con una persona a la que aprecio y de la que he aprendido muchísimas cosas. En aquel momento él era director de producción de un taller que fabricaba enormes piezas de calderería, llevaba en torno a 10 años en el cargo y se había enfrentado a innumerables desafíos tanto humanos como técnicos, con la estima de sus empleados por haber sido siempre justo e íntegro y el reconocimiento de los clientes, puesto que todos los proyectos bajo su dirección habían sido entregadas en tiempo y forma: además de la admiración y el aprecio personal, creo que de un profesional de tamaña envergadura siempre tiene uno que intentar aprender todo lo que pueda. Con este bagaje cabría esperar además una gratitud por parte de su empresa, pero el premio que en aquel tiempo le dieron fue un cambio de puesto de trabajo. De una manera muy poco elegante la empresa le comunicó que dejaba de desempeñar el puesto de director de producción y que pasaría a ocupar otra responsabilidad dentro de la compañía (lamentablemente las empresas adoptan las formas y maneras de aquellos que temporalmente las dirigen). El argumento por parte del mediocre que había tomado esta decisión es que nuestro protagonista no acostumbraba a blasfemar ni vocear palabras malsonantes para dirigirse a sus empleados, y –además- los trabajadores del taller estaban demasiado tiempo tomando café y fumando cigarros. Recuerdo como si fuera hoy mismo las palabras de mi admirado Pepe durante la comida del día siguiente: “Aurelio, si la producción sale en tiempo y forma y a mis trabajadores les da tiempo a tomar cafés y fumar los cigarrillos que quieran yo estoy encantado, a la gente hay que dejarle trabajar en un ambiente lo más cómodo posible”. Es posible que el lector -desde una pantalla- no se haga a la idea de las condiciones en las que se desarrolla la actividad en un taller de calderería, donde a veces se trabaja a la intemperie o en naves donde hay gases, radiaciones, ruidos… y donde es frecuente que en algunos puestos de trabajo los profesionales deban estar en contacto con piezas metálicas cuya temperatura se mide en centenares de grados centígrados que deben mantenerse para que la soldadura se realice con éxito. Los descansos en este tipo de entornos están estipulados por ley, pero si además el trabajo sale adelante en el tiempo previsto y con la calidad requerida, no me parece descabellado consentir que los trabajadores paren a fumar o a tomarse un café o un refresco con más frecuencia de la “permitida”.
Recuerdo también otro caso -en otra empresa distinta- que protagoniza el que posiblemente sea el mejor calderero de construcciones metálicas que he conocido: un hombre al que muchos temían por su seriedad y su rictus impertérrito (que no era más que una careta para hacerse duro con sus subordinados y disimular su bonhomía), siempre con un purito pegado a la boca. Alfonso era un líder, un responsable de taller que trabajaba más que el resto de compañeros, era el que marcaba el camino llegando el primero y cerrando la puerta el último, trabajando los fines de semana… hasta recuerdo una vez que se iba de vacaciones y me pidió planos para hacer despieces y “entretenerse”. Alfonso era el trabajador total: detectaba errores en los planos al despiezarlos, proponía soluciones alternativas y más eficaces en las que la oficina técnica no había pensado, vivía para hacer bien su trabajo y de manera responsable, conocía la metalurgia como nadie, y además era incondicional a su compañía (me consta que en varias ocasiones otras empresas quisieron “ficharlo” con cheques en blanco y él siempre se mantuvo fiel a sus jefes). Durante su vida laboral, que voluntariamente dilató más allá de lo establecido hasta que un nieto llegó a su vida, Alfonso sólo vivía por y para la calderería, y sólo necesitaba trabajo y una caja de FARIAS. En una ocasión en la que su empresa tenía que acometer unos trabajos de gran relevancia en las instalaciones de una multinacional, por parte del cliente se exigía a Alfonso como responsable de ese montaje, pero debido a la novedosa (por aquella época) normativa se había prohibido fumar en todo el recinto. Pues bien: en aras a los intereses de todas las partes, “alguien” tuvo que hacer la vista gorda, Alfonso estuvo allí y completó la obra de manera exitosa una vez más, pero a condición de que le permitieran trabajar con su inseparable purito pegado a los labios.
A lo largo de mi vida profesional también he conocido a algunos profesionales del escaqueo, auténticos zamarros a todos los niveles que vivían de la empresa sin ruborizarse lo más mínimo, y normalmente con la anuencia de sus superiores. Lo sangrante en la mayoría de estos casos es que los responsables de turno no sólo no hacían nada por reconducir estas actitudes, sino que conscientemente encomendaban el trabajo a quienes sabían que podían sacarlo adelante, consolidando así esta -en mi opinión- injusta situación. Ojo: y la mayor parte de estos zamarros no eran adictos al tabaco.
No soy fumador, pero respeto a los que sí lo son siempre que éstos sean educados y respetuosos con los demás; admito que fui muy cafetero (café solo y sin azúcar), aunque en los últimos tiempos me sienta mejor el té y me he aficionado a estas hierbas en sus múltiples variedades. Sin querer presentar un alegato en favor de los fumadores o de los cafeteros, creo que el buen desempeño en el trabajo no se trata sólo de permisos o de jornada laboral, sino de sentido común y – sobre todo- rendimiento. Si un trabajador no rinde como se espera, sea por sus tiempos en el café o en el fumadero o por el motivo que sea, creo que hay que decírselo honestamente y sin tapujos, y –si está en nuestras manos- intentar ayudarle para que su rendimiento sea óptimo. De la misma manera sostengo que las empresas deberían centrarse en motivar a sus empleados y así obtener de ellos su máxima productividad: fumando o sin fumar, tomando café o sin tomarlo. En este punto alguien puede tener la tentación de preguntarse “¿cuál es la máxima productividad de una persona?” y en mi opinión la respuesta es muy sencilla: aquel cometido por el que se le paga, ni más ni menos. No deberíamos esperar un máximo compromiso y rendimiento por parte de un trabajador al que su empresa escatima sueldo, condiciones laborales, y –lo que es peor- si convertimos las empresas, donde pasamos la mayor parte de nuestro tiempo, en ambientes de permanente vigilancia y sospecha.
NOTA: Publicada en LinkedIn el 24 de febrero de 2020