
Esta semana me ha tocado ir a una clínica por una consulta médica. En la sala de espera había al menos dos señales advirtiendo de la prohibición de hacer uso del teléfono, además de un cartel rogando mantener los dispositivos móviles apagados con el argumento de que éstos podían interferir en los equipos electrónicos de diagnóstico médico.
Mi acompañante y yo pusimos mi teléfono en “modo avión”, pero el hecho de que la tónica general de la gente fuera no prestar atención a las indicaciones gráficas y los ruegos del centro o no querer hacer caso aun habiendo visto la cartelería me hizo reflexionar un rato: personas conversando por teléfono a voz en grito, o absortas en conversaciones de mensajería instantánea fueron algunas escenas comunes en las casi dos horas que pasé en la clínica.
Curiosamente hace unos días llegó a mi poder la siguiente foto:

Como seguramente saben, la frase corresponde a un fragmento de la canción Hotel California, perteneciente al álbum homónimo lanzado por The Eagles a finales de 1976 y que más o menos por esta fecha hace 45 años era premiado con el «Certificado de Oro» por la Recording Industry Association of America tras haber alcanzado el millón de copias vendidas. La canción fue un rotundo éxito (aunque se dice que supuso el principio del fin para el grupo) que les hizo merecedores en 1978 el Grammy al mejor álbum, y años más tarde ocupar un lugar de honor en el Salón de la Fama del Rock como uno de los mejores temas de todos los tiempos. El virtuoso duelo de guitarras final entre Don Felder y Joe Walsh también tiene el reconocimiento como uno de los mejores “solos” de la música rock.
La historia de la canción se remonta a unos meses antes en una casa de Malibú, mientras un solitario Don Felder practicaba con una guitarra acústica de 12 cuerdas buscando nuevos sonidos y encontró esa maravillosa progresión de acordes que grabó para compartir con el resto del grupo: tanto a Don Henley como a Glenn Frey (líderes de The Eagles en aquella época) les encantó la melodía, en la que incluso encontraban reminiscencias españolas, y se pusieron a trabajar para ponerle letra: una letra que ha dado pie a muchas teorías de todo tipo pero que aunque -como suele ser habitual- siempre se pone la atención en la más extravagante, lo cierto es que si nos atenemos a las sucesivas declaraciones de su principal autor Don Henley, la temática de la letra no es tan rebuscada y el argumento más certero se corresponde con la premisa más sencilla: “se inspira en algunas relaciones sentimentales pero también habla del lado oscuro del sueño americano, intenta capturar el espíritu decadente de la época, un tiempo de grandes excesos en los EEUU y en el negocio de la música en particular”; por su parte, el coautor Glenn Frey también ha apuntado en alguna ocasión que la canción trata sobre la adicción a las drogas (especialmente la cocaína): un metafórico hotel donde puedes entrar pero que inevitablemente te convierte en prisionero y resulta imposible escapar.
Vivimos en una sociedad que ha entrado voluntariamente en la esclavitud de los dispositivos electrónicos, y quien más quien menos tiene en su vida una televisión, un ordenador, una tableta, un teléfono o incluso un reloj de los denominados “inteligentes” (por no hablar de nuestros asistentes Siri, Alexa, Google, etc…). La necesidad de estar conectados a cualquier artilugio con pantalla hace tiempo que ha superado el esnobismo y se ha convertido en una de las más potentes drogas a nivel global, de tal manera que lo que parecía ser un medio para alcanzar algún fin (hacernos la vida más confortable, el trabajo más llevadero, etc) se ha convertido en el propio fin: estar a la última para mostrarnos al mundo.
Si nos centramos en las empresas, a veces me pregunto cómo podíamos ser tan hábiles hace poco más de veinte años cuando sin teléfonos móviles, sin internet y -en ocasiones- hasta sin ordenadores éramos capaces de sacar adelante los proyectos, de relacionarnos y de vivir. Era otra época pero me atrevo a pensar que la evolución de la tecnología, aunque incontrovertiblemente se ha convertido en una ayuda estimable, en muchos sectores también nos ha hecho esclavos, más dependientes y menos eficientes.
¿Tiene solución? Parece que hay esperanza y no todo está perdido: de un tiempo a esta parte voy conociendo cada vez más profesionales, compañeros y amigos que han adoptado la sana costumbre de dejar cada día su ordenador portátil en la empresa al terminar su jornada laboral, o incluso su teléfono corporativo. El abuso al que se ha llegado por parte de muchas empresas sin ningún tipo de contraprestación y -lo que es mucho peor- sin el reconocimiento al servicio prestado fuera de hora está haciendo que la cuerda se rompa y que cada vez más profesionales opten por separar la jornada laboral de su vida privada. Así como a finales del pasado siglo se pasó de las empresas marcadamente paternalistas que ofrecían ventajas más allá del sueldo a sus empleados a otras con filosofías más modernas en las que la relación empresa-trabajador se distanciaba bastante, en este momento asistimos a otro cambio en el que los trabajadores no sólo valoran un sueldo, sino que empiezan a anteponer tener su lugar, su tiempo y su vida… aunque sea para pasarla enchufada a uno de estos cacharros digitales.
Por último, supongo que los que de alguna manera vivimos enganchados a algún tipo de dispositivo en nuestra vida privada debemos procurar desconectar de vez en cuando y dedicar tiempo a nuestros seres queridos, a nuestras aficiones «analógicas» o a la meditación en lugar de darnos por vencidos y darle la razón a los dos últimos versos de esta hermosa canción:
You can check-out any time you like,
but you can never leave