
Cuando realizamos un viaje terrestre de una duración moderada o larga no solemos valorar en su justa medida el equipo de suspensiones del vehículo que nos transporta. Nos fijamos en la comodidad de los asientos o en el espacio para las piernas, pero no reparamos en el mecanismo que nos aísla de las irregularidades del camino.
Si pensamos en un automóvil, lo más común es que su sistema de amortiguación conste de muelles y amortiguadores: los muelles son elementos elásticos cuya misión es soportar el peso del coche de manera flexible y mantener una distancia constante entre la carrocería y la carretera, y para ello trabajan comprimiéndose y expandiéndose. Si en la suspensión no hubiera otros elementos, el trabajo de los muelles ocasionaría en la carrocería continuas oscilaciones en función de las irregularidades del terreno llegando a provocar molestias y mareos en los pasajeros; pero ahí es donde entran en juego los amortiguadores, que son la resistencia a las oscilaciones y -gracias al movimiento de su pistón- controlan y limitan los movimientos elásticos de extensión y compresión de los muelles. Los amortiguadores aseguran el contacto de los neumáticos con la carretera y evitan que le vehículo navegue a merced del movimiento de los muelles.
Esta introducción me invita a reflexionar sobre su paralelismo con el comportamiento humano: en el trabajo y en la vida hay personas que actúan como muelles, reaccionando como resortes ante una información recibida, amplificando los inputs y generando en no pocas ocasiones molestias a su familia, compañeros o entorno… y también hay personas que funcionan como amortiguadores, absorbiendo las compresiones y –sobre todo- las expansiones de su entorno y guardándoselas para sí.
Ayer mismo fui testigo de cómo una persona (del gremio sanitario para más detalle) se negaba a dar la mano en un acto público bajo el argumento del riesgo de contagio del famoso coronavirus. Debo aclarar que las personas que allí estábamos no sólo no presentábamos evidencias de padecer ni un catarro común, sino que también nos encontrábamos en una zona geográfica en la que este virus apenas tiene afección (1 caso por 1 millón de habitantes). El miedo es libre, pero me parece que esta actitud se asemeja más a un muelle que a un amortiguador y creo que -al menos con los datos que nos están llegando hasta el momento- un poco más de mesura nos iría mejor. Esta decisión, por muy respetable que me parezca, contribuye más a la alarma que a la tranquilidad de las personas cercanas a la protagonista.
En mi sector profesional cada vez me estoy encontrando con más casos de muelles que de amortiguadores -lo cual para mi es bastante más grave que la amenaza del dichoso virus asiático-, y es chocante al tratarse de profesionales y técnicos de los que uno siempre esperaba una solución antes que un problema. En los últimos años es frecuente radicalizar las respuestas, dividirlas, simplificarlas y limitarlas únicamente a las dicotomías “todo o nada”, “pasa o no pasa”, “vale o no vale”, “apto o no apto”… sin entrar en un mayor análisis quién sabe si por inexperiencia o por incapacidad.
Con perplejidad he sido testigo en distintas empresas de casos que rayan lo incomprensible, como –por ejemplo- el de una chapa en cuyo proceso de fabricación se origina un pequeño defecto y en lugar de entrar a valorar si la chapa puede ser usada con ese defecto, o si éste puede ser reparado o no, simplemente alguien decide que la chapa -como tiene un defecto- “no vale” y hay que rechazarla y ordenar su reposición por otra nueva. Normalmente este tipo de soluciones drásticas suele conllevar gastos asociados en los que nadie repara a la hora de tomar la decisión del rechazo de un material (costes de paralización del proyecto, nuevos transportes, nueva fabricación, imagen…).
Hemos pasado de ser amortiguadores a ser muelles sin pasos intermedios, del “todo vale” o del “mándamelo como sea que ya lo monto yo” a las decisiones irreflexivas, a las no conformidades por mínimos detalles o informes de rechazo de materiales a las primeras de cambio.
Los productos deben ajustarse a las normas, diseños y códigos que los soportan, y si un material presenta una anomalía o un desperfecto creo que debe imponerse el sentido común: analizar la desviación o el daño, valorar si puede servir como está, sopesar si puede ser reparado o inexcusablemente debe ser rechazado y sustituido por otro, y –por supuesto- tener en cuenta los costes asociados, la repercusión y el impacto que ese contratiempo y sus posibles acciones correctoras pueden tener en el proyecto. Pero para ese análisis es imprescindible conocer tu negocio, saber lo que te traes entre manos, tener la experiencia y el bagaje necesarios e imprescindibles para defender la solución óptima para el proyecto y para tu empresa. Cuando tomamos una decisión, normalmente ésta suele tener repercusiones que pueden ir más allá de lo que en ese momento tenemos delante: desde el coste económico hasta la imagen y reputación de la empresa. Aunque parezca incomprensible, cuando un profesional abre una “no conformidad” debería tener una idea más o menos aproximada de cómo se va a cerrar y lo que va a suponer para la empresa.
En otros casos parecemos amortiguadores sin capacidad de respuesta: si un cliente trata de imponer en un proyecto un requisito adicional, un ensayo o una “solución técnica” a su proveedor, es cada vez más frecuente asistir a la incapacidad de los representantes de éste último para defender que esas imposiciones están fuera de lo admisible y que por tanto no deben ser tenidas en cuenta por los riesgos técnicos y/o económicos que pueden conllevar para el proyecto. Con los códigos, normas y experiencia de nuestro lado debemos dar respuesta a los absurdos requisitos que a veces los clientes nos quieren imponer sin más aval que el de su propia voluntad o capricho.
Creo que ante cualquier circunstancia, máxime si se trata de un problema, lo primero que tenemos que hacer es analizar la gravedad, relativizar, encontrar el origen del problema y buscar la solución adecuada y óptima para las circunstancias. De nada sirve rebotar y amplificar esa irregularidad creando un problema mayor, como tampoco arreglaremos nada si nos quedamos con el problema nosotros mismos sin ofrecer una respuesta.
Lo mejor en cualquier caso será buscar el equilibrio, y actuar y trabajar como un conjunto muelle-amortiguador para que las irregularidades del trabajo o de la vida tengan el menor impacto posible en quienes nos rodean y en nosotros mismos.
NOTA:: Publicado en LinkedIn el 2 de marzo de 2020