
Corría el año 1991, y con el inicio del curso académico llegaban las primeras clases que servían de presentación de las respectivas asignaturas. Yo entonces estaba en la Escuela de Ingenieros Superiores de Minas, y recuerdo que el primer día de la asignatura de Cálculo Infinitesimal –una de las asignaturas más duras de la carrera- nos anunciaron que ese año la impartición de la materia correría a cargo de una profesora de la que ahora no recuerdo su nombre (disculpen) y del Sr. Pérez Sotorrío. La señorita en cuestión, joven y de talante amable, dicharachero y optimista, nos intentaba animar diciendo que aquello sería superable, y se esforzaba por convencernos de que aquella asignatura iba ser dura pero llevadera y asequible si no escatimábamos esfuerzos; asimismo nos animaba a participar en clase preguntando cualquier duda y a tomarnos el curso con optimismo porque casi seguro que lo íbamos a sacar adelante.
Tengo la imagen del Sr. Pérez Sotorrío escuchando de una manera respetuosa y atenta, y cuando por fin ella le cedió la palabra, él comenzó su discurso categórico diciendo: “Bueno… esto es la teoría. La realidad es que estadísticamente esta asignatura la superan en torno al 10% de los matriculados (hace tanto tiempo que ruego me disculpen si ese porcentaje no es exacto), hay mucha gente que llega a 6ª convocatoria y algunos hasta la convocatoria “De Gracia” que no siempre se concede, así que…”. Por aquella época, las asignaturas de Cálculo y Álgebra en la Escuela de Minas eran una barrera casi infranqueable para la mayor parte de quienes allí llegábamos, y no era infrecuente que muchos alumnos llegaran a los últimos años de carrera con una de ellas (o ambas) pendientes. El Sr. Pérez Sotorrío acababa de devolvernos a la vida y vacunarnos contra el idealismo pregonado por su antecesora y compañera de docencia.
Años más tarde el camino de la vida me llevó a matricularme y completar el “Curso de Aptitud Pedagógica”, en el que tuve la oportunidad de asistir a las clases de una psicóloga que estaba empeñada en que era imprescindible adaptar los contenidos de las asignaturas a los alumnos, atender a la diversidad de cada uno para que nadie se quedara atrás y todos pudieran conseguir superar la asignatura. Recuerdo que intervine un par de veces en sus clases mostrando mi desacuerdo con tal planteamiento, pero dado que ni aquella señora admitía discusión ni tuve el apoyo de ningún compañero, opté por callarme, estudiar lo que me ponían delante y superar el examen… aunque sea el día de hoy y siga sin entenderlo.
En este momento me vienen estos recuerdos por varios motivos. Uno es la situación académica que la Pandemia del COVID-19 ha provocado, y para la que ya se están apuntando posibles “soluciones” que apuntan a un aprobado masivo, a un “mirar para otro lado y más adelante ya se verá”. En mi modesta opinión, no se puede dar por aprobado a nadie un curso académico completo habiendo cursado sólo un trimestre y medio, por más excepcional que sea la situación. ¿Por qué no se aprovecha esta circunstancia para sacar ventaja de alguna manera, como por ejemplo para programar un año académico 2020-21 más sólido y/o más reforzado? Si es frecuente escuchar al gremio de los educadores a todos los niveles quejarse de que cada año los alumnos les llegan con un nivel académico más bajo, me pregunto si no podríamos aprovechar este medio curso para que todo el mundo repitiera y aumentar la exigencia el año que viene, dado que empezarían todos con algo más de un trimestre de trabajo adelantado.
Por otro lado, y volviendo a la anécdota del principio, es posible que los fundamentos que empezaban a imponerse hace 30 años en la educación sean –quizás- una explicación al nivel de desempeño de algunos profesionales y dirigentes en nuestra sociedad hoy en día: se ha pasado de una exigencia muy alta al buenismo y a la sobreprotección, y creo que eso nos ha llevado a una sociedad que roza la inmadurez emocional. En lugar de elevar el nivel de preparación en cada una de las etapas de aprendizaje para que cualquiera pueda alcanzar las metas que su capacidad le permita, nos hemos propuesto adaptar los niveles y la exigencia para que los títulos lleguen a cualquiera.
No soy psicólogo, pero si atendemos a nuestro alrededor, seguro que tenemos ejemplos de personas cuyos comportamientos podrían encuadrarse en lo que se llama el “Síndrome de Peter Pan”: inseguras, narcisistas, egoístas, egocéntricas, coléricas y con baja tolerancia a la frustración, personas con comportamientos irresponsables e inmaduros, alteraciones emocionales, cierto cortoplacismo al no asumir el futuro…
Por lo que he podido leer, son 4 las características fundamentales de la inmadurez emocional:
1. Falsa noción de la libertad: El estilo de vida antepone la voluntad de cada momento a cualquier límite externo u obligación, y todo ello motivado para evitar posibles esfuerzos, sufrimientos y desencantos. Una de las características primeras de la madurez debe ser la responsabilidad en los actos.
2. Intolerancia a la frustración: Una sobreprotección en etapas pasadas por parte de los padres -o terceras personas- evitó en su momento la gestión de la frustración o el desencanto de no alcanzar las expectativas y provoca en la madurez la no asunción de la realidad.
3. Falta de desarrollo personal: Quien pone más cuidado en su imagen superficial es más vulnerable a la inmadurez emocional. Debemos cultivar nuestro mundo interior y nuestra inteligencia emocional, el autoconocimiento, la empatía, etc…
4. Miedo a envejecer: Es lo que está vinculado con el temor a tomar decisiones, a tomar el rumbo de nuestras vidas y a la implicación en un camino vital. Es el miedo a sufrir o a perder la idealizada juventud.
Seguro que todos conocemos algún caso de inmaduro emocional, y más que nos llegarán. El problema es que, así como las generaciones más veteranas deberíamos tener cierta pátina de resignación, cada día compruebo que algunos coetáneos, compañeros y amigos más jóvenes no aceptan bajo ningún concepto que ninguna circunstancia les estropee su plan, aunque este sea el cuento de la lechera. Hace años empezamos por asumir adaptar los contenidos a la capacidad de los muchachos y ahora tenemos licenciados o ingenieros que no sólo tienen dificultades para desempeñar su cargo, sino que difícilmente saben redactar, o que son incapaces de escribir 140 caracteres sin una falta de ortografía. Sin entrar a valorar su capacidad técnica, personalmente me sangran los ojos cuando recibo un correo cargado de frases sin sentido, incoherencias o faltas de ortografía… pero adornado con una firma corporativa digna de entrar en el Círculo de la Nobleza Británica, y digo británica y no española porque para más inri las firmas corporativas y los status también se han apuntado a la moda anglosajona.
Si se trata de ponerse en manos de un profesional (por ejemplo un médico), espero que su capacitación esté acreditada y justificada por su esfuerzo para alcanzar un alto grado de exigencia y no por una adaptación del temario a su nivel de comprensión o al nivel de su generación, para evitar suspensos generales o quejas del rectorado de turno por el alto índice de segundas y posteriores matrículas).
A riesgo de que me tilden de “abuelo Cebolleta”, sigo siendo defensor del modelo del Sr. Pérez Sotorrío, o de aquella profesora que salía en la serie Fama los domingos por la tarde de mi juventud: “tenéis muchos sueños, buscáis la fama, pero la fama cuesta… pues aquí es donde vais a empezar a pagar…”
Recuerden la famosa cita de Don José Ortega y Gasset: «El hombre selecto no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores»
NOTA: Publicado en LinkedIn el 8 de abril de 2020