En qué momento se jodió el Perú

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Como muchos de ustedes conocen, la frase que da título a estas líneas pertenece a la novela “Conversación en La Catedral” (Mario Vargas Llosa) y es una pregunta que se instala en la mente de su protagonista –Zavalita cuestionándose desde el pesimismo el devenir de su país, con la firme percepción además de que la historia de su propia vida guarda un asombroso paralelismo con los hechos que transcurren en su nación.

Como no me considero un rara avis, supongo que a muchos de ustedes también les pasa que hoy en día cualquier conversación con familiares, compañeros o amigos tiene bastantes probabilidades de acabar con tintes pesimistas, metidos de lleno en la zozobra de la incertidumbre y -en algunos casos extremos- camino incluso al pozo de la desesperación… y no es de extrañar, puesto que esta sociedad del Siglo XXI pretende ser tan moderna y disruptiva que no sólo pone el acento en la libertad del individuo (un hito razonablemente ya alcanzado hace años en la sociedad occidental), sino que nos impone el modelo de libertad y felicidad que necesitamos adoptar para culminar la realización plena como personas. Hemos pasado de cuestionar cualquier dogma y burlarnos de la religión (especialmente la cristiana) a abrazar a la primera farola que nos encontramos en nuestro camino sin importarnos ni siquiera si la bombilla tiene luz o está fundida.

Se deduce fácilmente que una sociedad cada vez más deshumanizada y egoísta -en la que hemos normalizado las relaciones con fecha de caducidad y la trashumancia en nuestras vidas mientras asistimos anestesiados a cambios impuestos por mediocres interesados que quieren imponer su criterio a la tozuda realidad- tenga su fiel reflejo en muchas empresas en nuestros días, y así se fomenta ese efímero “bienestar” por el que incluso nos piden que estemos agradecidos. La hipocresía campa a sus anchas por organizaciones que piden a su personal la mejor de las motivaciones a la vez que discriminan entre castas y reparten palos y zanahorias con discutible acierto: siempre son los mismos a quienes se les pide un mayor compromiso que rara vez tiene justa recompensa.

Recuerdo el caso de una empresa en la que, cuando llegaron los malos resultados fruto de decisiones arriesgadas y/o erróneas por parte de la dirección, se tomó la decisión de rebajar los sueldos a todo el personal manteniendo los horarios de trabajo. La explicación que se dio a los trabajadores fue que era un esfuerzo tan necesario como puntual para enderezar el rumbo de la empresa, pero que sería compensado tan pronto como volvieran los resultados positivos… que nunca más llegaron, puesto que la empresa continuó su desmoronamiento hasta que llegó a la quiebra. En aquella época yo pasaba casi a diario por aquel taller y observaba cómo la mayor parte de los trabajadores entendían la decisión tomada, pero sospechaban que el recorte que a ellos se les había aplicado no era comparable al que afectaba a otros departamentos de la empresa (comercial, administración, etc…) y por eso dudaban de la efectividad de la medida. Alguno de aquellos veteranos trabajadores conjeturaba que la empresa no remontaría mientras los comerciales cobraran lo mismo independientemente de su volumen de contratación y –sobre todo- de los beneficios que aportara la obra contratada, o mientras no se ajustara la plantilla de indirectos al volumen de trabajo en el taller.

Pero el summum de la hipocresía creo que podríamos encontrarlo en otra empresa para la que trabajaba un colega, la cual se esforzaba ya hace años en presumir de un firme código de conducta ética, criterios de inclusión e igualdad, etc… mientras que mantenía en nómina a un directivo conocido internamente –entre otras cosas- por el trato vejatorio a sus subordinados, así como por el acoso y derribo a alguna que otra secretaria.

En ambos casos las historias tienen fin: las empresas que renquean acaban cayendo a pesar de los esfuerzos de su tropa si los capitanes no toman el protagonismo y son los primeros en sacrificarse para dar ejemplo: en los sacrificios se demuestra el liderazgo. Por otro lado, los abyectos e indeseables también acaban saliendo de las organizaciones, aunque lamentablemente siempre demasiado tarde y después de causar un daño tan innecesario como muchas veces irreparable.

Pero, volviendo a nuestro Zavalita: ¿tiene solución el Perú?, ¿tiene solución la situación actual? La respuesta es: sí, por supuesto. Salvo la muerte, todo tiene solución.

En mi humilde opinión, la única manera de salir de esta situación de zozobra que la sociedad y muchas de nuestras empresas atraviesan pasa por devolver el protagonismo a la ética, a la honestidad y a las relaciones humanas: el statu quo nos quiere motivados, serios, ecológicos e individuales. Recuerden cuándo fue la última vez que le gastaron una broma a un compañero o compartieron un chiste, cuándo quedaron para tomar unas cervezas o a picar algo de manera distendida fuera de la oficina. No hace tanto tiempo también había problemas, pero el ambiente de trabajo era más distendido, la gente se hacía bromas, se contaban anécdotas… había más momentos para las carcajadas que actuaban como bálsamo y evasión ante las incertidumbres y los problemas. Cualquier motivo era buena excusa para organizar una cena: una despedida de soltero, el nacimiento de un hijo, el inicio del verano, una jubilación… o porque pasaba demasiado tiempo sin compartir mesa y risas.

No deberíamos esperar a que alguien recupere ese humanismo por nosotros, sino tomar nosotros mismos la iniciativa para recuperar las sanas costumbres en nuestras relaciones: por ahí pasa la reconquista del Perú, Zavalita.

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