
Con estas palabras se lamentaba un apreciado amigo este fin de semana mientras conversábamos. Como otros muchos que ya hemos pasado mil batallas, asistimos al cambio de modelo profesional y no necesariamente para mejor. En el caso concreto de su sector, y después de una larga trayectoria, me manifestaba su desesperación ante la situación en la que reputadas empresas dejan a sus más visibles profesionales: mientras que por una parte les trasladan la tensión y la exigencia de resultados (creciente cada ejercicio), por otra parte les cercenan las libertades de acción y decisión; mientras que desde la dirección se demanda “estar en el mercado”, “conocer las tendencias” o “tener feedback de clientes”, paralelamente no sólo se limitan y vigilan los movimientos, reuniones y entrevistas que sus empleados puedan tener, sino que -llegados al caso- algunos contactos podrían ser utilizados en su contra.
Hace bastantes años tuve la oportunidad de coincidir en algún proyecto con ingenieros japoneses, y quedé maravillado por su capacidad de trabajo, su profesionalidad y su meticulosidad en los detalles del día a día, pero también me sorprendió que ante cualquier contratiempo ellos no decidían nada: había que parar el trabajo y llamar a Japón para que allí sus equipos valoraran la situación y tomaran la decisión. Asistía a cómo magníficos profesionales sobradamente preparados tenían las alas cortadas por pesadas jerarquías.
Ese modelo se ha ido trasladando al mundo occidental pero me temo que no en su mejor versión, ya que en nuestras empresas no se consulta a un consejo de sabios en Japón, sino al gabinete de turno más pendiente de no molestar a terceros y mantener su status que de aportar una solución. Si hace unos años el director de sucursal bancaria era una persona con un gran poder de decisión (aunque su formación no fuera bilingüe o estuviera adornada por un Máster), me parece que hoy en día cualquier director de sucursal tiene un mejor CV académico, bastante más presión sobre sus espaldas e infinitamente menos poder de decisión que los que hace años le antecedieron en el puesto. Conocimos épocas en las que un ingeniero o un director eran personas que tenían secretaria y en muchos casos coche con chófer y otras prebendas asociadas a cargos, que tenían una máxima responsabilidad pero también la facultad de tomar decisiones. De la misma manera, cada profesional tenía su propia autonomía a su nivel y no tenía que esperar la autorización o el visto bueno de nadie para hacer su trabajo, estaba capacitado para tomar las decisiones que su escalafón amparaba.
Hoy en día nuestras empresas están plagadas de profesionales a todos los niveles con excelente formación y en muchos casos con los galones asociados a la experiencia, pero atados de pies y manos. Vivimos en la época de la anulación del profesional: es frecuente asistir a la desesperación de un director o responsable comercial que no puede cerrar la firma de un contrato porque los márgenes del beneficio y los términos del acuerdo tienen que ser supervisados por “instancias superiores”, de ser testigos de cómo las decisiones del día a día de un director se ven subyugadas por las interferencias de otros departamentos de la organización que en muchas ocasiones no conocen el día a día del proyecto o la importancia y repercusión de un contrato…
Pero no sólo en el ámbito empresarial se cuecen estas habas, sino que es un reflejo del cambio en la sociedad: supongo que todos hemos asistido a gabinetes de jubilados atentos a una obra en la que le dicen al jefe de turno cómo acometer los trabajos, o barras de bar en las que se gestiona mejor la convocatoria de turno de la Selección Nacional de Fútbol que el propio equipo técnico de la Federación Española, por no hablar de la cantidad de expertos médicos que no sólo diagnostican con precisión el dolor en el bajo vientre del vecino, sino que también le prescriben las pruebas médicas o el tratamiento que la dolencia precisa. La educación tampoco se libra de los comités de expertos, y ahí tenemos al sector docente más preocupado por informar a los padres, cumplir con la pesada burocracia y justificar hasta el último decimal de la calificación de turno que de enseñar los contenidos de las materias a la sociedad del futuro. Una sociedad a la que estamos acostumbrando a tener sólo derechos y no obligaciones, hemos desterrado la palabra “responsabilidad” de nuestras vidas.
Vivimos en la época de la vigilancia y la perpetua sospecha, de tener que contar con la opinión de muchos que luego no van a tener responsabilidad sobre las consecuencias de su acción, del derecho a opinar aunque no sepamos de qué estamos hablando. Creo que nunca antes tuvimos menos autonomía para ejercer nuestro trabajo, las estadísticas de frustración, ansiedad y depresión por motivos laborales no dejan de crecer, y todo a pesar de los alegatos públicos a favor de la autonomía personal, la creatividad, el desarrollo profesional o la realización como personas. Las empresas y las instituciones se han convertido (de boquilla) en esos paraísos de “ambiente guay” en busca del desarrollo de las personas, la igualdad y de la sostenibilidad, olvidándose a menudo de lo esencial.
El recientemente fallecido Jack Welch predicaba que “Winning is good”, las empresas deben ganar dinero, sólo las empresas que ganan pueden retribuir. Para ganar dinero con buenas prácticas se requieren buenos profesionales de integridad contrastada a todos los niveles sin entrar a valorar su edad, sexo o creencias. Un buen profesional debe tener autonomía de acción porque se entiende que tiene conocimientos y experiencia acordes a su responsabilidad, seguridad en sí mismo y en su capacidad, y confianza por parte de sus compañeros, tanto superiores como subordinados. La misma solución sería extrapolable a cualquier sector: si queremos buenos resultados (economía, medicina, educación, etc…) dejemos el trabajo en manos de buenos profesionales de integridad contrastada y dejémosles trabajar.
Ánimo, queda un día menos.
NOTA: Publicado en LinkedIn el 9 de mazo de 2020