
La semana pasada tuve el placer de volver a hablar con mi amigo Jesús, dueño de una gran empresa: cuando usamos el término “gran empresa” no deberíamos pensar en una empresa grande, sino en una empresa bien gestionada que ofrece soluciones al mercado, que vela por los intereses de sus clientes a la vez que cosecha beneficios. Conseguir cumplir con esas premisas conlleva mucho trabajo, esfuerzo y muchos sacrificios, por eso no deberíamos dejar nunca de reconocer a esos valientes que dedican su vida a fundar una empresa, a generar riqueza en nuestra sociedad en forma de empleos, de trabajo para otros subcontratistas o de pago de impuestos. Por cada empresario que consigue subsistir (no digamos ya ganar y cosechar éxito) hay muchos que se quedan en el camino y pagan caro su arrojo con severas consecuencias económicas y personales, porque en estos casos de emprendimiento el trabajo, las inversiones, los sacrificios y las preocupaciones no siempre son garantía de éxito.
Uno de los grandes hándicaps con los que se están encontrando en los últimos tiempos este tipo de empresas es conseguir personal motivado y comprometido con la causa. En alguno de mis últimos artículos reflexionaba sobre cómo algunas empresas de gran tamaño se empeñan inexplicablemente en perder talento cuando tienden a demostrar el Principio de Peter (“con el tiempo, cada puesto tiende a ser ocupado por un empleado que es incompetente para llevar a cabo sus deberes”) o bien se entregan al amiguismo, al servilismo y mediocridad sin ambages; pero también seríamos injustos si pensáramos que absolutamente todos los empleados están motivados, son capaces, ejemplares e inocentes. Algo pasa en nuestra sociedad cuando por una parte chamuscamos profesionales de acreditada eficiencia mientras que por otra parte las empresas se quejan de no encontrar personal con las dosis necesarias de compromiso y motivación.
Quizá el asunto sea demasiado complejo como para intentar abordarlo sólo desde un punto de vista laboral, porque la sociedad también cambia y con ella la mentalidad, los principios y los objetivos individuales de cada uno. En mi opinión, es posible que el origen de gran parte de los problemas pueda estar en la teoría de que los denominados “baby-boomers” -nacidos en los años 60 y 70 del siglo pasado- somos la primera generación que vivirá peor que sus padres, a pesar de tener acceso a comodidades y posibilidades en otros tiempos impensables: es innegable que hemos tenido una vida más fácil que la que tuvieron nuestros antecesores y quizá esa falta de obstáculos nos conduce a veces a percibir la realidad de una manera distorsionada, de marcarnos horizontes demasiado ambiciosos o directamente irreales que acaban en agotamiento, frustración y ruptura de compromisos. Tenemos profusión de estudios de todo tipo, pero con frecuencia se nos olvida que haber completado un ciclo formativo sólo acredita tu preparación para empezar una nueva etapa y seguir aprendiendo, aunque esa nueva etapa se trate ya del mercado laboral. Sin embargo, muchos emprendedores de generaciones anteriores sí que tuvieron que ir aprendiendo a la vez que hacían el camino, esforzarse y arriesgar en ocasiones más de lo debido, aunque sólo fuera para mantener sus empresas a flote.
Hace unos años tenía relación casi diaria con un gran empresario que partiendo de la nada consiguió hacer un imperio. Pateando talleres con él (mi interlocutor, a pesar de no tener ya ninguna necesidad de hacerlo, no dejaba un día sin comprobar en primera persona la actividad en sus instalaciones) aprendí muchísimo, pero recuerdo especialmente el vínculo que mantenía con los trabajadores más veteranos, así como la circunspección hacia el resto de los empleados y -sobre todo- la frialdad hacia los de más reciente incorporación. Entre otras historias, un día me confesó las horas y los esfuerzos que había compartido con sus primeros empleados (algunos de los cuales aún seguían en la empresa) y que dudaba que ese mismo compromiso lo fueran a tener algún día los que llegaron después.
En uno de mis artículos anteriores compartía esta entrevista a Jack Welch en la que hablaba de su filosofía de liderazgo y gestión de personas y empresas:
Durante uno de mis recientes periodos de ERTE aproveché para hacer un interesante curso de Mentoring con la magnífica María Luisa de Miguel. La propia definición nos aclara que el Mentoring es la “práctica dirigida a desarrollar el potencial de personas y organizaciones”, y creo que en este momento -más que nunca- deberíamos trabajar de una manera honesta en este sentido, tanto desde el punto de vista de las empresas como desde el punto de vista de los profesionales, para evitar caer en confusiones y situaciones frustrantes por ambas partes. En el proceso de Mentoring el mentor ayuda al mentee a desarrollar su potencial para alcanzar su objetivo, si bien hay una serie de claves o características que en aquel curso calaron sobremanera en mi:
- El mentor debe evitar caer en la tentación de satisfacer, aliviar, agradar o demostrar. Está para ayudar de una manera honesta: acompañando, guiando o dirigiendo de forma constructiva al mentee.
- Las Metas deben ser Auto-concordantes: las aspiraciones del mentee deben confluir con la capacidad individual y las capacidades sociales.
- En el proceso de Mentoring hay una “indagación estratégica” que se basa en 3 elementos:
- Objetivo del mentee
- Situación actual del mentee
- GAP o brecha para pasar de la situación de partida al objetivo
Me ha parecido oportuno sacar estas pinceladas del Mentoring porque es extraordinario que sea precisamente la disciplina que se ocupa del desarrollo del potencial de las personas quien ponga de manifiesto que éste no puede ser a costa del agrado o el alivio hacia el mentee, sino desde el acompañamiento por parte del mentor y siempre basado en un objetivo coherente: la motivación y la actitud se le presuponen al interesado, quien además deberá aportar un esfuerzo y un trabajo para conseguir su meta.
Si llevamos este proceso al mundo de la empresa yo recomendaría a los mentees que -si de verdad quieren aprender y hacer carrera en una empresa- se carguen de paciencia y motivación, de ganas de aprender y sacrificarse por sus empresas, porque el proceso de aprendizaje empieza en el momento en el que firman su contrato, pero es muy posible que se prolongue indefinidamente, así que no es mala idea convertirse en esponjas y adquirir la mayor cantidad posible de conocimientos de sus posibles mentores. Y es más probable ser reconocido en una gran empresa en la que el dueño está en primera fila que en una empresa grande donde sobran jefes y difícilmente conocerás al dueño.
Cuando me incorporé a mi empresa, mi mentor solía decirme que “los pueblos hay que pasarlos de uno en uno, no de dos en dos”, en alusión a que todo conocimiento requería su tiempo de maduración, que por muchas ganas y empuje que tuviera en aquel momento hay cosas que sólo se adquieren con el tiempo. Años más tarde, cuando me tocó ser mentor de un joven prometedor, yo solía decirle que “para llegar a Turín hay que pasar por Turón” -rememorando una antigua anécdota futbolera- porque creo que el desarrollo profesional es como el vino: buena tierra, buenas cepas, mucha paciencia y muchísimo trabajo.
Como personas (y como trabajadores) en esta vida deberíamos tener claros nuestros objetivos y que éstos sean coherentes, pero también ser conscientes de que alcanzarlos requerirá tiempo, una buena dosis de sacrificios y esfuerzos… máxime en esta época plagada de ejemplos de todo lo contrario tanto en la sociedad como en algunas empresas.