Tying the donkey…

Photo by Alfredo Mora on UNSPLASH

Hace años conocí la historia de un fontanero al que llamaron desde un domicilio donde se había averiado un calentador de agua sanitaria. A pesar de ser día de fiesta y estar en un banquete, el profesional acudió a la llamada de urgencia para intentar reparar la avería: nada más llegar, el buen señor pidió a la dueña de la casa que cerrara la llave de paso del agua para desmontar el aparato y echarle un vistazo. Con el calentador desmontado y los tubos de agua a la vista, el fontanero volvió a pedir a la señora que abriera la llave de paso.

                ― “Pero si abro la llave va a salir el agua”, le advirtió la señora.

                ― “¿Me va a decir a mí lo que va a pasar?… ¡Abra el agua!”, insistió el fontanero.

La señora abrió la llave de paso y antes de que pudiera volver a la cocina (donde estaba el calentador) oyó el ruido del agua saliendo seguido de las voces del fontanero:

                ― “¡Cierra, cierra, cierra, cierra!”

El fontanero se llevó una buena ducha y comprobó en propias carnes que el sentido común de la señora tenía bastante más fundamento que sus propios conocimientos.

Mucho tiempo más tarde, y ya en un taller, asistí a una conversación entre el responsable de producción y el agradador de turno. El taller estaba en aquella época hasta arriba de trabajo y el responsable de producción había pasado un montón de horas planificando las secuencias de los trabajos para sacar el máximo rendimiento a sus hombres y cumplir con los distintos clientes en tiempo y forma, pero mientras paseaba conmigo una mañana por el taller llegó su compañero (complacido por ser el transmisor de las órdenes de la jefatura) y le dijo que debía cambiar la secuencia de los trabajos y anticipar las entregas de un cliente en concreto:

                ― “¡Si hago eso voy a tener a la gente parada en algunos puestos y además no voy a cumplir con otros clientes!“, respondió el responsable de producción.

                ― “Son órdenes de la dirección, y ya sabes: amarrando la burra donde dice el amo…”, le respondió el enviado.

                ― “Si, pero si donde atamos la burra no hay agua, muere la burra y muere el amo”, sentenció el responsable de taller.

Al final, el responsable de taller se mantuvo en sus trece y tuvo la oportunidad (no siempre se da) de explicar la planificación en la que había trabajado a sus superiores y demostrarles que su propuesta era la única válida para cumplir con todos los clientes y –a la vez- optimizar los recursos al prever una secuencia lógica de los trabajos, los espacios, las máquinas, los turnos y el personal disponible. La dirección de la empresa optó entonces por abandonar la idea de entrometerse en la organización del taller y dejar hacer a quien sabía cómo hacerlo mejor.

Aunque son muchas las variantes del refrán, la que más he escuchado es la que el Instituto Cervantes tiene recogida en su Biblioteca Fraseológica y Paremiológica como Amarrando la burra onde l’amu manda, ta bien amarrada” (que yo he escuchado como “Atando la burra donde manda el amo, está bien atada”). El origen, como pueden sospechar, es asturiano.

Un ingenioso y buen amigo tiene por costumbre utilizar la original frase Tying the donkey… cuando llegan a nuestros oídos situaciones –normalmente inverosímiles o directamente inexplicables – en las que el sentido común o la lógica invitan a actuar de una manera y las personas responsables de tomar las decisiones pertinentes van por un camino distinto.

Como pasaba en los ejemplos con los que empezaba el artículo, el Tying the donkey suele ser la “Navaja de Ockham” o explicación más sencilla para las catástrofes, los mediocres resultados o las decepciones en muchas empresas, máxime cuando hay una superpoblación de gentuza ávida de tomar decisiones sin saber lo que se trae entre manos o profesionales de la adulación hacia la superioridad jerárquica más pendientes de no importunar con una opinión discordante que de reflexionar y discutir la mejor resolución.

Es chocante que llevando ya los maestros de la pedagogía unas décadas de titánicos esfuerzos para inculcarnos a los padres que hay que educar con el diálogo a los niños y olvidarnos del manido “haz lo que yo te digo” o el “esto se hace porque lo digo yo”, los frutos que se recogen cuando esos niños crecen y llegan al mercado laboral suelen ir en dirección contraria, siendo frecuente la imposición de sus decisiones arbitrarias incluso cuando éstas van contra el sentido común o la experiencia. Es cada vez más frecuente buscar el autor de una opinión antes de cuestionarla, no vaya a ser que metamos la pata poniendo en tela de juicio la insensatez de algún superior, pero quizá el problema venga también de que pretendan convertirnos en autómatas sin criterio (que es grave) o de que nuestra conciencia se haya acostumbrado a la tranquilidad de la orden cumplida sin entrar a valorar si esa orden es ética, sensata o acertada (que es más grave aún) con tal de que no toquen nuestro estatus. En cualquier caso, creo que estamos vendiendo nuestra profesionalidad (y nuestra libertad) demasiado barata: las cosas se pueden decir de muchas maneras y -siempre que nos los permitan y se requiera- debemos exponer nuestro punto de vista con honestidad y sinceridad.

La diferencia entre el hoy y el ayer es que antes el “hazlo como yo te digo” lo decía alguien con experiencia, y asumía las consecuencias para bien o para mal: en el caso del fontanero sufrió en primera persona las consecuencias, y en el caso del responsable del taller su vehemencia hizo que sus superiores sopesaran la gravedad de la instrucción que habían dado y ningún transmisor se había atrevido a cuestionar. Aunque parezca mentira, hoy en día el Tying the donkey es cada vez más frecuente y sólo sirve para mantener en la ola algunos surfistas de medio pelo que –espero- acaben en la orilla más pronto que tarde. Nuestras empresas y nuestra sociedad no se pueden permitir tantos vividores.

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