
“El mejor amigo del hombre no es el perro, sino el chivo expiatorio”. Esta frase es del Dr. Carlos Rodríguez Braun, y -en mi opinión- pocas sentencias pueden ser más acertadas.
Puede aplicarse en cualquier situación en la sociedad actual, y como ejemplo recuerdo el caso de un proyecto en una empresa de ingeniería: el departamento técnico diseñó unas piezas que debían ser fabricadas en taller y luego ensambladas en obra. Según pude saber, las piezas fueron fabricadas de una manera razonable y enviadas a obra, mas sin embargo las quejas desde allí no se hicieron esperar basándose en que algunas piezas tenían unas “deformaciones” que imposibilitaba su instalación a juicio de los técnicos y supervisores de obra. Podría decirse que, dadas las dimensiones y la elasticidad de las piezas en cuestión, éstas eran susceptibles de presentar algunas diferencias en su curvatura con respecto a las cotas indicadas en los planos, en parte porque el material de partida tenía unas tolerancias de fabricación intrínsecas que no habían sido previstas y también porque sólo haciendo reposar cada pieza en una plantilla ad hoc se podría verificar con seguridad si las piezas cumplían con las dimensiones esperadas o no, cosa que no se estaba haciendo en obra.
En tiempos pretéritos lo máximo que podría haber pasado ante semejante situación es que el jefe de obra de turno levantara el teléfono, advirtiera de esta circunstancia a sus compañeros y a la vez diera las instrucciones in situ de cómo se debían montar estas piezas sin mayor demora; sin embargo en esta ocasión el personal de obra se apresuró a abrir no conformidades, rechazar el material y enviarlo de vuelta al proveedor para que “reparara” las piezas afectadas; el proveedor por su parte defendía que las piezas eran válidas a pesar de esos milímetros que parecían separarlas de las cotas establecidas. Ante las reiteradas quejas del cliente por la imposibilidad de montar los materiales suministrados, el proveedor se ofreció a un reproceso del material dentro de unas tolerancias, pero previo pago de esos trabajos y bajo la supervisión de una agencia de inspección externa que acreditara las dimensiones de las piezas, dado que consideraba que las piezas cumplían con lo requerido cuando salieron de sus instalaciones. El cliente aceptó esa propuesta (perdiendo así la razón, si es que la tenía) y las piezas fueron reprocesadas y enviadas a obra.
Según el criterio del exigente personal de aquella obra, las piezas seguían sin ser válidas para su montaje, por lo que hubo que repetir la “reparación” otra vez, con los consiguientes costes de paralización de obra, transportes, y gastos de reproceso… y las piezas seguían siendo elásticas y teniendo alguna que otra deformación dependiendo de la plantilla o patrón con la que se compararan.
La situación se convirtió en una seria controversia interdepartamental dentro de la propia organización de la empresa cliente. En muchas empresas hoy en día se da más relevancia a identificar un culpable antes que a encontrar una solución, así que -una vez montadas esas piezas en obra- se organizó una reunión en los cuarteles generales donde acudieron los distintos departamentos y profesionales afectados. Una parte de los allí reunidos argumentaban que esas piezas eran válidas puesto que en proyectos anteriores se habían fabricado y montado sin problemas con las mismas tolerancias de fabricación, mientras que otra parte (los responsables de montarlas en obra) seguían defendiendo que las piezas sólo podrían ser montadas si sus dimensiones fueran exactas a lo indicado en los planos (sin tolerancia), a pesar de que los hechos demostraban que sí habían podido montarlas. Por su parte, los diseñadores argumentaban al ser consultados que ellos se habían limitado a diseñar esas piezas, y que nada tenían que opinar respecto a la flexibilidad de las piezas y su dificultad para el montaje.
Después de horas de sesudas discusiones e intercambio de opiniones sin éxito, alguien tuvo la extraordinaria idea de reflexionar en voz alta de la siguiente manera: “las piezas cumplen con las tolerancias de fabricación marcadas en el procedimiento aprobado para tal fin, pero éste parece insuficiente según el criterio de nuestro personal de montaje, por lo que la culpa está en el procedimiento: ¿sirve para cumplir con nuestras necesidades?, ¿podríamos revisarlo?”. De repente, todos los allí presentes vieron la luz y se cebaron con el pobre procedimiento, que de los allí implicados era el único que no tenía voz (ni abogado) para poder defenderse y acabó cargando con las culpas de todos los males. La reunión se terminó con el compromiso de modificar el procedimiento y casi todos salieron de la reunión felices de haber encontrado un culpable y que el problema no les hubiera salpicado más de lo necesario.
En esta ocasión, el chivo expiatorio fue el abnegado procedimiento ante la falta de criterio técnico de las partes implicadas para decidir qué era lo conveniente para el proyecto y para la empresa. Además, al cerrar este capítulo de esta manera, nadie tuvo la inquietud de reparar en los costes y repercusión que esta peripecia supuso para la empresa: costes de paralización en obra, transportes, reparación de las piezas, viajes de todo el personal a la sede central para una jornada de reunión… y lo peor: imagen ante el cliente.
Lamentablemente, cada vez es más frecuente encontrarse con situaciones problemáticas que suponen auténticos costes para terceros (económicos, sociales, etc…) originadas por mediocres que casi siempre encontrarán algún chivo expiatorio en quien apoyarse para salir airosos.
NOTA: Publicado en LinkedIn el 22 de abril de 2020