
Cuando estamos en la séptima semana del confinamiento impuesto para combatir la pandemia del COVID-19, observo que la moral de la tropa se está resintiendo. La sociedad, que hasta ahora estaba llevando el aislamiento con una abnegación encomiable, parece empezar a mostrar signos de agotamiento: en parte porque son muchos los días ya acumulados y en parte porque a pesar de los esfuerzos realizados las cifras de contagiados y fallecidos siguen siendo excesivamente altas y cuesta vislumbrar un final a esta situación.
Por la parte empresarial que estoy pulsando con amigos y colegas, todas las empresas se están viendo afectadas de alguna manera: la mayor parte de ellas tienen su actividad parada o mermada de una manera significativa, muchas están recurriendo a los ERTEs previstos para esta situación y el pesimismo ante el futuro se está contagiando más rápido que el famoso coronavirus debido a la incertidumbre sobrevenida. Hoy mismo el diario El Mundo publica un artículo de opinión de Carlos Segovia en el que se sostiene que España necesitará colocar hasta 300.000 millones de deuda este mismo año (un 50% más de lo previsto), una cantidad como nunca antes se había planteado.
Imagino que la gestión de una situación de este calibre no es sencilla, hay que tomar decisiones difíciles o impopulares, hay que enfocarse en solucionar el problema de la manera más rápida y eficaz, pero sin perder de vista que la vida seguirá, que una vez que esta pandemia pase la sociedad y las empresas deben seguir funcionando. Imaginen que a urgencias llega un herido en un accidente con una pierna malherida: quizá la solución inmediata pueda pasar por la amputación, pero estoy seguro que el médico de turno intentará por todos los medios salvar el miembro pensando en una mejor calidad de vida del paciente una vez éste se recupere de la situación. No cabe duda de que hay que intervenir, pero a poder ser con la precisión del bisturí y no de una desbrozadora. Una de las cosas que me tocaba hacer en mi juventud era podar: siempre recordaré la luna menguante de febrero, cuando mi abuela me encomendaba podar sus hortensias y rosales y me instruía para que eliminara primero ramas muertas y luego cortara con cuidado el resto: una poda incorrecta puede comprometer la vida de la planta, y de lo que se trata al podar es sanear la planta y pensar en su posterior florecimiento.
Si recordamos el manido ejemplo de la archiconocida “Fábula de los Remeros”, debemos tener en cuenta que si tocamos a los remeros nuestro barco se resentirá inevitablemente. En caso de tener que soltar lastre, siempre es mejor prescindir de lo accesorio que de piezas fundamentales en el motor y la gobernanza de una nave. Si imaginamos una situación crítica en medio de un océano -con riesgo de naufragio- supongo que el sentido común nos dirá que tiremos por la borda cualquier adorno antes que una pieza del motor… y –por supuesto- en esa situación todo el mundo a bordo tendría que estar trabajando de la manera que indicara el capitán: unos achicando agua y otros manteniendo la nave en su rumbo. Al capitán se le debe exigir que sepa lo que tiene que hacer en una situación excepcional, apoyándose en quién él considere oportuno, pero los demás tenemos que colaborar en todo lo que nos pidan y podamos.
Por eso mismo, todos tenemos que actuar con la mayor responsabilidad posible: en el ámbito familiar tenemos que seguir como hasta ahora, siendo conscientes de que cada día supone un día menos para volver a la normalidad, y que no hemos hecho un esfuerzo tan grande para morir en la orilla, para estropearlo ahora con irresponsabilidades. Y también es nuestro derecho y obligación exigir responsabilidades a quienes están al frente de esta situación para que tomen las decisiones correctas.
En el ámbito de la empresa me atrevería desde aquí a lanzar una señal de alarma, puesto que parece que hay gente que todavía no se ha enterado de la gravedad de la situación que estamos atravesando. Hay empresas pasándolo realmente mal, hay negocios que nunca más van a poder abrir, y de misma manera que la mayor parte de la gente está esforzándose todo lo que puede para que la actividad de sus empresas continúe, me llegan ejemplos de algunos casos en los que esto no es así, protagonizados sobre todo por personal de servicios públicos no esenciales en este momento. Durante el obligatorio confinamiento y ante la tesitura de tener que trabajar desde el domicilio ha habido respuestas tales como: “mi ordenador es mío y mi conexión a internet también, ¿quién me va a resarcir de este coste?”, “no tengo por qué tener una videoconferencia desde mi domicilio con mi equipo para tratar asuntos de trabajo”, “no tengo disponibilidad a la hora señalada”… Mi interlocutor se lamentaba de que no era capaz de convocar ni siquiera a muchos interinos de su equipo para una reunión semanal.
También estamos asistiendo a cómo el campo requiere de personal para recoger la fruta y no es posible movilizar a ninguna de las más de 3.500.000 personas inscritas a finales de marzo como parados en el Ministerio de Empleo y Seguridad Social. Chocante.
Siempre he tenido claro que debemos esforzarnos para que a nuestra empresa le vaya bien: si nuestra empresa gana, nosotros ganamos. Pero ahora estamos jugando a otra cosa, el barco se está hundiendo y todos tenemos que arrimar el hombro; ojo con la tecla que tocamos ahora, porque la supervivencia de las empresas, de muchos puestos de trabajo y quizás del sistema están en juego. Debemos ser conscientes y responsables de nuestros actos y de cómo éstos pueden influir en nuestro futuro, trabajar aunque sea a costa de sacrificar mínimamente alguno de nuestros derechos… y a la hora de elegir qué lastre soltar, pensar en quiénes son los remeros y quiénes el lastre de la nave.
NOTA: Publicado en LinkedIn el 27 de abril de 2020